jueves, 28 de abril de 2011

Y empieza el viaje: No es un adiós...

La enana de anaranjadas trenzas observaba desde la oscuridad del dintel de la puerta al joven de pelo negro como ala de cuervo, sentado despreocupadamente en el alféizar de la ventana. Los tenues rayos de sol que despuntaban al amanecer tiñeron sus angulosos rasgos de ámbar, dejando en sombras la mitad de su rostro, que se mostraba cansado y ojeroso después de una noche demasiado larga para todos.



Parecía observar el movimiento en las calles a esas horas, pero tan absorto estaba que la pícara no puedo evitar preguntarse qué estaba mirando. Deslizándose con sigilosos pasos avanzó hasta colocarse a su espalda, gesto que él ni siquiera percibió. Poniéndose de puntillas, la enana miró por encima del hombro del joven para ver el origen de tanta distracción.



Una muchacha de largo cabello rubio como el trigo parecía seleccionar flores de una enorme cesta para depositarlas en una más pequeña que llevaba consigo. Con una sonrisa dibujada en los labios, la enana comprendió el motivo de tanto interés. La chica era alta y esbelta; al girarse, pudo ver su rostro de bonitas facciones que se alzó, para dirigir al joven de pelo azabache que la observaba desde el alféizar de la ventana una mirada de complicidad, acompañada de un pícaro guiño. El hombre correspondió al guiño con un leve gesto de la mano; si hubo algo más, la enana no pudo percibirlo desde su posición.



-Tienes buen gusto- le dijo la enana de repente, haciendo que el joven diera tal respingo que a punto estuvo de caerse encima de ella al intentar girarse.

-¡Por los dioses, Eléboro! Menudo susto me has dado...- contestó el joven, a medio resuello.



La enana se acercó a la ventana, risueña, e hizo un gesto de despedida a la chica, que había visto el susto del joven y no había podido evitar echarse a reír. Correspondiendo entre risas al gesto, se dio media vuelta y se dispuso a marcharse hacia la zona de los mercados, portando su cesta repleta de flores.



-Una joven preciosa...- le dijo la enana, con una picaruela sonrisa mientras se giraba hacia él.

-S-sí, es muy guapa...

-Pillín...- susurró ella, dándole un codazo en las costillas.

-¡Oh, vamos! No hay nada...- el joven se paró para mirar a la cara a la enana, que lucía una sonrisa de oreja a oreja cargada de malicia en sus agotados rasgos. Con un chasquido de la lengua, el hombre meneó la cabeza en gesto negativo mientras se echaba a reír débilmente-. No hay nada, en serio. Sólo se que se llama Ayleen y una vez, bueno... tuvimos un encuentro...- el joven se sonrojó y la enana abrió los ojos como platos para, a continuación echarse a reír.

-¡Yo llamándote mi pequeño y tú subiendo faldas por ahí!- le dijo la enana, divertida.

-Eléboro, mira que puedes llegar a ser bruta...- contestó el joven, riendo con ella.



La enana se enjugó las lágrimas con un dedo mientras la risa se iba apagando lentamente hasta quedar callada. Su cansado rostro se tornó ahora un poco más serio y se acercó al joven para sentarse junto a él. Lo cogió por ambas manos, que mantuvo agarradas entre la suyas, mucho más pequeñas y lo miró a los ojos, grises y profundos.



-Precisamente por cosas como ésta me odio a mí misma y a mi linaje...- aseguró, sombría.

-Eléboro...- dijo el joven, intentando interrumpirla, pero ella soltó una de sus manos para ponerle los dedos sobre sus labios, acallándolo.

-Vas a cumplir veintiocho años dentro de muy poco- continuó ella-. Y nunca has tenido la oportunidad de llevar una vida normal, como los demás. Coger a esa muchacha de rubios cabellos de la cintura y llevarla a pasear por el parque. Besar sus labios y levantar sus faldas, si lo deseas, pero con libertad, sin tener que hacer las cosas a hurtadillas, ocultando tu identidad, tu nombre... entre oscuros callejones; pero se acabó- dijo rotundamente-. Estoy harta de todo ésto. Quiero darte una vida y si tengo que recorrer hasta el último rincón de Azeroth para conseguirlo, lo haré.



El joven sostenía la mirada de ojos azules de ella sin decir una palabra. De improviso, soltó sus manos y la abrazó con infinita ternura. La enana recibió aquel gesto haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad para no estallar en lágrimas. Ya había vertido bastantes la noche anterior. Colocó sus brazos alrededor de él, agarrándose a su camisa.



-Creo que no he vuelto a decírtelo desde que era niño...- le susurró él al oído-... pero te quiero, Eléboro. Te quiero muchísimo...; por lo que eres, por cómo eres, por lo que haces... por todo- el joven la agarró por los hombros para separarla ligeramente de él y mirarla a los ojos de nuevo, con una sonrisa-. Y mientras el sitio en el que nos quedemos no esté lleno de goblins, trols y orcos hembra, que no termino yo de verles el atractivo, iré a donde tú vayas y me quedaré donde tú estés- dijo, travieso- ¿Y quién sabe? Algún día me verás de la mano de una muchacha de rubios cabellos, o en un altar casándome, o depositando un bebé sobre las manos de sus abuelas... tauren y enana.


-Y eso que no quería volver a llorar hoy...- dijo la enana sin dejar de mirarlo, mientras las lágrimas se deslizaban inevitablemente por sus mejillas. Él se las enjugó con un dedo y depositó un beso sobre su frente-. Vale, te lo prometo- aseguró con voz temblorosa por la emoción-. No nos quedaremos mucho tiempo en sitios donde no haya féminas de tu gusto...


A pesar de la situación, los dos volvieron a reír. No estaban dispuestos a perder también las esperanzas y el buen humor.



Pasados unos minutos de silencio, éste se rompió con la voz del joven.


-Imagino que tenemos de tiempo hasta el anochecer...; voy a ir recogiendo mis cosas- ella asintió con la cabeza-. ¿Qué harás tú mientras?

-Tengo una cita aquí con ese condenado gnomo... que ya llega tarde- contestó-. Luego iré a despedirme de alguien.



En ese momento, Ayubu entraba por la puerta, llevando a Nzambi a su lado.


-Eléboro, aquí fuera tá e' nomo ese raro... ¿le hago pasá?- preguntó.

-Sí, por favor. Dile que entre y Ayubu...- el trol la miró-... procura no relamer tus labios mientras lo guías por el pasillo...

-No lo pueo evitá jefa, la ca'ne de nomo é un ma'jar e'quisito...



La enana rió ante el comentario y Ayubu la coreó con su habitual y escandalosa risotada, mientras se daba la vuelta y se alejaba por el pasillo. A los pocos minutos, apareció de nuevo acompañado por un gnomo de extravagante aspecto que se quedó esperando en el umbral de la puerta mientras miraba descaradamente cómo se alejaba el trol que lo había guiado hasta allí.



-Buenos días- saludó la enana, alegremente.

-No sabía que tuvieras unos sirvientes tan... particulares- dijo el gnomo, con una aguda voz, sin desviar la vista del pasillo.

-No es mi sirviente; mis amigos son tan... extraordinarios como los tuyos- le dijo ella señalando al pequeño demonio que se agitaba dando saltos detrás de él.



El gnomo se giró para mirarla a través de los cristales de una especie de gafas, o casco, o lo que fuera que llevaba en la cabeza, coronada por un cabello cano, larga barba y un pintoresco y atusado bigote. El resto de su indumentaria iba a la par en cuánto a discreción: una larga toga de colores chillones y un arma de aspecto demoníaco y amenazador que portaba en el cinturón.



-Buenos días- le dijo él, al fin-. ¿Donde quedará mi educación?

-¿Y donde la mía?- preguntó la enana a su vez-. Pasa y siéntate por favor, ¿te apetece tomar algo?

-Ahora que lo preguntas...¿Tienes retículas endoplasmáticas embotelladas?

-¡Por los dioses! ¿No puedes conformarte con un té, como todo el mundo?- rió la enana.

-Vale, que sea té, entonces- contestó él, tranquilamente.

-Yo lo traeré- se ofreció el joven de cabello negro; en ese momento el gnomo reparó en él.

-¡Hombre!- dijo efusivamente-. ¿Tú no eres el chico que tuvo problemas con mi invento? ¿Ya has recuperado tu..., ejem..., eso?

-Sí, gracias por su preocupación- dijo el joven, mirando a la enana que se llevaba una mano a la boca para ahogar la risa-. Me alegro de verle, Maestro Roscatuerca.

-¡Igualmente, chico, igualmente!



El joven salió de la sala, entrando al rato con una bandeja cargada con una tetera y viandas para desayunar, que dejó sobre la mesita dispuesta entre los dos sillones junto al hogar.


-Os dejo solos, que aproveche- dijo el joven, haciendo una inclinación de cabeza ante el gnomo, a modo de saludo cortés y saliendo de nuevo.



No necesitaba escuchar para saber de qué iba a ir la conversación. Aún sin querer, no pudo evitar oír a Eléboro diciéndole al gnomo: “Despídeme de Zaeryel, yo no podría...”. El joven de cabello negro se dispuso a entrar en su cuarto y recoger sólo los enseres imprescindibles para hacer frente a su largo e incierto viaje.



Pasadas unas horas, Eléboro llamó a la puerta de la habitación del joven y la abrió un poco al escuchar el: “Pasa”, desde el interior. Asomó su rostro a través de ella y el joven pudo apreciar que la charla con el gnomo había resultado dolorosa para la enana, acentuando aún más el cansancio que tenía impreso en la cara y que se marcaba en sus profundas ojeras.



-Tengo que ir a hacer una cosa, pequeño- le dijo-. No creo que tarde demasiado.


El joven se fijó en la mochila que llevaba al hombro.


-Ten cuidado ¿vale?- le pidió él.

-Lo tendré, mi sol. Hasta dentro de un rato- dijo, cerrando la puerta a continuación.



La enana bajó hasta las dependencias que usaban como establos en aquella casa. No era propiamente un lugar para guardar animales, pero si para hacer invocaciones de criaturas que posiblemente causarían el terror entre las gentes normales. Eléboro eligió la que se había convertido en su favorita; una montura mucho más práctica que los carneros que tanto le gustaban...



Con unas palabras, de la oscuridad de aquel lugar emergió la figura de un caballo de aspecto terrorífico. Negro como la noche, con elementos malignos que deformaban su cuerpo con púas y cuernos y una enfermiza neblina verdosa alrededor de los cascos, que también salía por boca y ollares, al respirar. Los ojos poseían aquel mismo brillo vil.



-Menudo trabajito me costó arrebatarte de las manos de aquel pirado del Jinete Decapitado...- dijo la enana, acercándose para acariciar a la bestia- Pero entre más veces te veo, más feo me pareces...; no te ofendas...




Con un relincho sobrenatural que indicaba lo bien poco que le importaba a él la opinión de su actual dueña, se dejó montar por la enana, que tiró de las riendas para dirigirse a una abertura en la parte trasera que estaba diseñada para disimular las salidas de sus grotescos “compañeros” a la luz del día. Con un chasquido del cuero, el fantasmagórico animal remontó el vuelo, alejándose de la zona a una velocidad pasmosa.




Poco tiempo después, la enana caminaba entre los bucólicos parques de una hermosa zona ajardinada donde se encontraba la casa que sería su objetivo. Sabía que la dueña de la misma no estaría en ella y por eso precisamente había elegido aquel momento. Deslizándose furtivamente entre los angostos callejones colindantes, trepó por uno de ellos hasta llegar a los tejados. Desde allí echó un vistazo para localizar la casa y se dispuso a entrar en ella a la manera habitual de los pícaros...



Se deslizó con los pies por delante hasta el balcón del piso superior, asegurándose de que nadie había visto sus taimados movimientos. Aguzó el oído y captó ruidos en el interior de la casa, parecía que no iba a estar a solas. Con un rápido movimiento abrió el pestillo sin emitir sonido alguno y se escurrió entre las sombras del interior. Los sonidos parecían provenir del piso de abajo y sus anaranjadas cejas se arquearon cuando percibió los matices con más claridad, sabiendo a ciencia cierta de qué “ruidos” se trataba.



Con una sonrisa socarrona y la curiosidad pintada en el rostro, la enana bajó con sumo cuidado un par de tramos de la escalera, evitando que las tablas crujieran y alertaran a los “intrusos”. Asomando la cabeza, vio a una particular pareja que parecían estar llegando a un “acuerdo mutuo” entre gemidos y suspiros en medio del salón. Reconociendo a los amantes, se dio media vuelta para seguir con lo que la había traído hasta aquí, ignorándolos y dejando que dieran rienda suelta a sus impulsos sin ser molestados, no sin pensar que tendrían una ardua tarea para evitar que la maga se enterase del uso que se le estaba haciendo s su sala de estar. Recorrió en silencio el pasillo hasta llegar al dormitorio y cuando terminó aquello que tenía que hacer, con el mismo silencio se deslizó de nuevo hasta el balcón y subió por el tejado, abandonando la zona a lomos de su monstruosa montura.



Encima de la mesa donde la enana sabía que la dueña de la casa se sentaba a estudiar sus pergaminos, había depositado dos objetos: una cajita de madera y nácar de elaborado diseño, que contenía cierto frasco con forma de lágrima en su interior y una jarra de barro que despedía un intenso olor ácido, con un trozo de lienzo al lado con unas palabras escritas en una bonita y apretada letra:

“Cuídamelo hasta que vuelva. Firmado:E.”



-Ya he vuelto- anunció-. ¿Has recogido ya tus cosas?- le preguntó al joven.

-Sí, sólo me falta ultimar un par de detalles... ¿estaba en casa?- la enana sonrió ante la perspicacia de aquel joven.

-No, ésa era mi intención. Voy a preparar el resto de mis pertenencias- se giró para marcharse e interrumpió el movimiento a medio camino-. Por cierto, ¿has visto a Puíta?

-Hace nada, le he visto entrar enfurruñado. Creo que ha estado ocupándose también de sus asuntos antes de irnos- la enana se quedó en silencio y despacio, se encaminó hacia el pasillo que daba a la habitación del enano.


-Arcturius...- dijo, llamando a la puerta con suavidad; ésta se abrió y el rostro de dulces ojos azules del enano apareció por ella.

-Do be pasa dada...- le aseguró-. Be llabas así cuaddo estás pdeocupada.

-¿Puedo pasar?- preguntó ella. El enano se apartó de la entrada a modo de respuesta. Eléboro lo miró a los enrojecidos ojos cuando se quedó a solas con él en la habitación; el enano apartó la mirada y se sentó en la cama, terminando de recoger algunas prendas de recambio para meterlas luego en un petate-. ¿Has terminado con tus asuntos?


El enano respondió en silencio, con un movimiento de cabeza sin dejar lo que tenía entre manos. Eléboro se sentó en la cama junto a él y emitió un prolongado suspiro.


-Arcturius...- dijo, pero él parecía distraído o ausente- Arcturius, mírame...


El tono cariñoso en la voz de ella lo sacó de su ensimismamiento y se encontró mirándola a los ojos. La enana lo tomó de la barbilla con suavidad.


-Es la sacerdotisa ¿verdad?- aseguró ella, con ternura. El enano intentó desviar la mirada pero ella le cogió el rostro con ambas manos-. Arcturius, no soy tonta ni nací ayer. Sé que sientes algo por esa draenei y no es una mera atracción por unas largas piernas como es tu costumbre...- Eléboro acarició la barbuda mejilla del enano, que la miraba ahora con ojos acuosos-. Si no fuera así, jamás habrías incurrido en tentar a tu suerte, desatando mi ira por llevarte la Rosa que Nunca se Marchita...

-Do se te escapa dada...- murmuró él.

-Arcturius... te han visto en mi compañía en contadas ocasiones. Los que lo han hecho no viven para contarlo, o recuerdan siquiera quiénes son. Coge lo que guarda tu corazón y llévatelo con ella, marchaos lejos si temes por su seguridad, pero no deseches ese sentimiento por mí. Jamás me lo perdonaría, sería una carga aún más pesada sobre mis hombros de lo que lo es ya.


Ahora fue el enano el que alzó las manos para sujetar el sorprendido rostro de su amiga.


-Be sadvaste la vida- le dijo él en un susurro, mirándola con intensidad-. Has sido bi abiga duradte todos estos años. ¿De vedas se te pasaba pod la cabeza pensad que te dejadía sola? Do voy a negadte que siento adgo más que atdacción pod esa saceddotisa, bedo las ddaeneis viven bucho tiebpo, tad vez me espede- una sonrisa que mostraba su único diente iluminó su rostro-. De bobento, be queda un pdecioso decueddo suyo...



De improviso, la puerta se abrió y Ayubu asomó por ella, con Nzambi detrás moviendo la cola. Se paró y arqueó una ceja al ver la escena de dos enanos sentados en una cama, sujetando sus rostros como si hubieran estado dispuestos a unirlos en un romántico beso.


-¿Tú do sabes llabad a la puedta?- dijo Puíta con fastidio.

-Loh tró no usamo pue'ta...- fue la escueta respuesta-. Sie'to i'terrumpí e' momento tie'no pero e' chico y yo ya tamo li'toh p'a partí y en ná se hará o'curo...

-¿Tú no te dejas nada atrás, Ayubu?- preguntó Eléboro.

-No, hefa. He cogío cuat'o t'apo y mih cosah p'a hacé vudú. A'co y flecha, no me hace fa'ta má. ¡Ah! Y he ap'ovechao p'a quita'le a'guna pu'ga a' Nzambi...- terminó, para echarse a reír a continuación.

-A veces, desearía ser un trol...

-E'taría mucho má guapa, la ve'dá...- le dijo, con otra sinfonía de risotadas.




Al amparo de la noche, la enana de anaranjadas trenzas hizo una última cosa antes de partir. Leyendo en voz baja un pergamino de valor incalculable y activando el hechizo escrito en él, lo que hasta ahora había sido como un hogar para ella, a pesar de que la mayoría de la veces no podía quedarse a disfrutarlo, fue cambiando, desdibujando sus formas, hasta convertirse en una anodina casa gris, con ventanas y puertas tapiadas y un aspecto ruinoso que parecía indicar que estaba a punto de derrumbarse.



Se quedaron mirando el efecto del hechizo, viendo aquel lugar que tantos recuerdos tanto buenos, como malos, albergaba en su interior. Eléboro enrolló con cuidado el pergamino y lo guardó, montando luego en un precioso carnero marrón, mucho más sutil que su horripilante corcel. El joven montó en un garañón frisón de anchas patas, el enano en un carnero blanco y el trol, en un discretísimo raptor de color azul, a juego con él mismo. Lentamente, abandonaron aquella ciudad al paso, dejando atrás un trocito de sus vidas.




Horas más tarde, cuando se encontraban ya en los caminos, siendo de madrugada, la arrobadora voz del joven rompió la quietud de la noche.



-Cuando acampemos...¿Qué parte de tu historia quieres escuchar de mis labios? -preguntó.


La enana lo pensó unos segundos...


-Podrías contar la parte de mi existencia que compartí con aquel tutor con el que me dejó Brommel...; pero ahórrate los detalles...- le dijo, con una sonrisa maliciosa.

-¡Ah! ¿Pedo hay detalles?- preguntó Puíta- Pues yo quiedo escuchaddos...

-¡Y yo!-coreó el trol-. No me pe'dería po ná de' mu'do vé a la hefa en una situació comp'ometía...



El ¡Zing! de una daga al ser desenfundada interrumpió sus risas y la enana se quedó con la cabeza gacha, los ojos cerrados y el brillante y letal puñal sobre su rostro, mostrando su sonrisa más pérfida.



-Bueno, tamié te pué ahorrá a'guno... si quiere...; lo tró le tenemo mucho ap'ecio a cie'ta p'ate de nueht'a anatomía...




Ésta vez, las risas prorrumpieron en las cuatro gargantas, acompañadas por cortos ladridos de Nzambi, el chacal que supuestamente fue orco en algún momento...

lunes, 18 de abril de 2011

Origen: La Niña de la Mirada Triste

A pesar de la sombra de odio que transfiguraba su rostro, la voz del joven de cabello azabache resonó con un eco atenuado entre las húmedas paredes de aquel sótano, dando comienzo a su relato.




“Hace muchos años, Ulricka Piconevado dio a luz una niña. Los nacimientos entre los clanes de enanos son recibidos con gran jolgorio y festejo por parte de todos los miembros. La baja tasa de natalidad entre esa raza es la que propicia tanta felicidad. Sin embargo, Ulricka alumbró a la pequeña sola, con la única ayuda de una anciana matrona, vecina de una aldea cercana y de Brommel Puñoalto, el único enano que conocía su secreto, en una cabaña en las frías y desoladas Montañas de Alterac.




Nadie más debía conocer que el romance que había mantenido oculto con el señor feudal de un conocido clan enano había germinado en su vientre. Por miedo a la reacción del padre de la criatura o de sus propios convecinos, temiendo que la condenaran al ostracismo y la vergüenza, había decidido, nada más enterarse de que estaba encinta, exiliarse de su hogar en las Tierras del Interior, para traer al mundo a su bebé y comenzar una nueva vida.





La niña nació sana, en un parto rápido y sin complicaciones; un hermoso y rollizo bebé con una piel blanca, bellos ojos azules y un anaranjado cabello ensortijado fruto de su herencia paterna, tan diferentes del cabello castaño y los ojos verdes de su madre. Cuando Ulricka tomó a la pequeña en sus brazos, aspirando su dulce olor y acercándola a su pecho para amamantarla, sus miedos se disiparon, dando paso al anhelo de procurar a aquella criatura todo el amor del mundo y un futuro maravilloso.




Decidió ponerle un hermoso nombre para que lo llevara con orgullo y con la ayuda de Brommel, que permaneció fiel a la mujer que amaba, pero a la que nunca se atrevió a profesar sus sentimientos por temor al rechazo, ya que sabía que la enana veía en él a un amigo y no a un amante, dieron una infancia feliz a aquella niña, totalmente ajena al secreto que albergaban sus corazones.




Para la pequeña, su única figura paterna era aquel enano de barba oscura y ojos almendrados, severo pero cariñoso, que la colmaba de atenciones como si fuera suya.




Pero un día, la paz de aquel hogar se hizo pedazos cuando una patrulla de tres jinetes de grifo llegó volando hasta el enclave donde estaba la humilde, pero acogedora cabaña. De uno de aquellos grifos se bajó una imponente figura de largos cabellos y trenzada barba anaranjados, portando una armadura dorada que brillaba como el sol. Aquel extraño se acercó hasta la pequeña, que había dejado de lado sus juegos para mirarle con una mezcla de curiosidad y miedo.




El enano posó una mano sobre su también anaranjada cabeza y le preguntó con una voz grave:


-Tu madre está dentro ¿verdad?- a lo que la pequeña asintió con un leve gesto de la cabeza- Sigue jugando aquí afuera, pequeña, debo hablar a solas con ella.




La niña fue incapaz de moverse de donde estaba, taladrada por la fiera mirada de los dos acompañantes del enano, que se bajaron de sus monturas y aguardaron expectantes la llegada de su señor. En ese momento, Brommel llegaba de su partida habitual de caza, con las provisiones necesarias para varios días. Al ver a los jinetes, lanzó al suelo sus presas y corrió hasta la cabaña, pero fue duramente interceptado por los guerreros, que desenvainaron y cruzaron sus espadas delante de él para cerrarle el paso, impidiéndole acercarse.




La pequeña observaba la escena muda y quieta; a sus oídos llegaban fragmentos de la acalorada discusión que se daba lugar en el interior de la casa.



-¡Nunca te he pedido nada ni he querido nada de ti!- gritaba su madre-. ¿Para qué quieres llevártela ahora? ¿Para tenerla en tu fortaleza, criándola como si fuera de segunda, porque para tu gente no será más que la hija bastarda de un noble?

-Puedo reconocerla- le decía él.

-¿Le dará eso algún derecho?- quiso saber la mujer.

-Yo ya tengo un heredero, Ulricka...- declaró el hombre, tajante.

-Entonces déjame criar a mi hija como me plazca, para que sea feliz como una niña normal. Olvídate de ella.

-No puedo hacer eso que me pides. El consejo se ha enterado de su existencia y algún día la reclamarán.

-¿Qué?- bramó enfurecida- ¿Por qué? ¿Por miedo a que desbarate tu precioso reino? ¿A que reclame algo en el futuro?- la mujer bajó el tono de voz, tornándola fría como el hielo-. No debes preocuparte, eso no va a ocurrir...

-Te he avisado, al menos mantén a la niña al margen todo lo que puedas y cuando lo desees, si es que alguna vez lo haces, dale ésto como recordatorio de quién es.



El regio enano salió de la cabaña y montó para abandonar el lugar, sin dirigir una sola mirada a la niña ni a su acompañante, que nada más verse libre del acoso de los guerreros, corrió raudo al interior de la cabaña para abrazar a Ulricka, que había roto a llorar desconsoladamente, en un intento de calmarla.




El tiempo fue pasando después de aquella fatídica velada. Su madre hacía como si nada hubiera pasado y la pequeña actuaba sin preguntas, como si nada hubiera escuchado. Brommel la instruía en todo lo que sabía, sin decir una sola palabra sobre aquel suceso acaecido: la enseñó a leer y a escribir, le contó historias sobre las grandes hazañas de los héroes de Azeroth, del pueblo enano y sus costumbres; la enseñó a cazar, a limpiar las pieles, a valerse por sí misma, incluso a manejar un poco las armas, aunque ésto último nunca fue del agrado de su madre.



-Puede que algún día lo necesite- le explicaba Brommel a Ulricka, que bajaba la cabeza apesadumbrada cuando oía aquellas palabras.



Hasta que un aciago día, un mensajero vino a caballo hasta su hogar, portando una carta con un ostentoso lacre, dirigida a su madre. Al leer el pergamino, la mujer se derrumbó, tapándose el rostro con las manos. Brommel cogió el documento para leerlo y una sombra de inquietud veló su rostro.


-¿Qué pasa, mamá?- preguntó la niña, inocente a todo aquello.



Ulricka miró al enano a los ojos y éste asintió con la cabeza, en un mudo gesto que sólo ellos dos entendieron.



-Ven, mi niña, tengo que hablar contigo- le pidió su madre, mientras se sentaba junto al fuego del hogar. La niña entró con miedo; todo aquello la asustaba, las caras de consternación, las prisas de Brommel que parecía estar empaquetando algo...

-Mamá...- susurró la pequeña, sentándose al lado de su madre.

-Mi niña, debo decirte algo y no me interrumpirás- le pidió la mujer, con los ojos anegados en lágrimas-. Debes irte con Brommel lejos de aquí y yo no puedo acompañarte...- la niña abrió sus azules ojos como platos y empezó a emitir protestas pero la mujer chasqueó la lengua, moviendo negativamente la cabeza mientras le posaba un dedo sobre los labios para acallarla-. No, escucha...- siguió-. Es de vital importancia que me hagas caso y obedezcas sin rechistar lo que voy a pedirte. A partir de hoy dejarás de usar tu nombre, no volverás a pronunciarlo jamás. No mencionarás ante nadie ésta casa, ni a mí, ni nada que te relacione con tu pasado. Sé que eres pequeña aún para entenderlo pero algún día lo harás... ;cuando tengas que proteger la vida de alguien a quién quieras más que a ti misma, lo entenderás...




Su madre se dirigió entonces a un arcón al lado de la chimenea y sacó una cajita de madera. De su interior, la mujer extrajo un medallón con una cadenita de mithril, poniéndolo alrededor del cuello de la pequeña que lo miró interrogante, mientras las lágrimas se deslizaban silenciosas por sus mejillas. La medalla lucía el símbolo de un blasón enano desconocido para ella en aquel entonces y las siglas F.M.S. grabadas en una de sus caras. En aquel entonces, la niña aún no se imaginaba lo que el destino le depararía ni que en un lejano futuro mandaría a grabar aquel medallón para poner, a modo de burla, las siglas de su propio nombre y unas palabras de afecto...



-Ésta es la prueba de tu auténtico linaje, pero jamás ¿me oyes? ¡Jamás! debes mostrarlo a nadie- le pidió su madre, con voz temblorosa-. He intentado librarte de la carga de éste secreto, pero tendrás que llevarlo contigo...



La mente de la pequeña era una explosión de confusión e interrogantes: ¿Por qué tenía que marcharse? ¿Por qué su madre no podía acompañarla? ¿Cual era el significado del medallón y del secreto, de esa carga de la que habían intentado librarla? ¿Por qué no podía volver a usar el nombre que tanto le gustaba? Y sobretodo... ¿Qué iba a pasar con su madre, por qué tanto miedo? Pero antes de que sus labios se abrieran para pronunciarse con algunas de aquellas dudas, Brommel irrumpió en la cabaña con la cara descompuesta.



-¡Siluetas de jinetes de grifo se perfilan en la lejanía!- gritó.



Su madre la sujetó por un brazo y la empujó hacia Brommel.



-¡Llévatela lejos, por los dioses!- la mujer agarró con fuerza la camisa del enano-. Con ella te estoy entregando la razón de mi existencia, por favor... protégela...



El enano cogió a la niña, sacándola a rastras mientras la pequeña se debatía entre mordiscos y patadas, llorando, gritando para llamar a su madre.



-¡Quiero quedarme con ella!- gritaba-. ¡Mamá, no quiero irme! ¡Madre!

-Adios, mi dulce pequeña- le dijo su madre desde la puerta. Sus piernas habían flaqueado por la angustia y estaba arrodillada llorando amargas lágrimas por la pérdida.




Brommel la montó como pudo sobre un carnero ensillado a las puertas de la casa y salió al galope como una exhalación, llevándose con él el cuerpo, pero sobretodo el alma de una niña a la que no le volverían a brillar los ojos nunca más.




Fueron pasando los años y la Niña de la Mirada Triste creció, dando paso a las afeminadas formas de la adolescencia. En todo aquel tiempo su vida se convirtió en un continuo camino errante. Como peregrinos, nunca estaban demasiado tiempo en un lugar. Cuando empezaba a hacer amigos, si es que lograba hacer alguno, Brommel le comunicaba que había llegado la hora de mudarse y comenzaban de nuevo su ciclo sin rumbo fijo.




De manos de aquel enano, que la crió como un padre, dándole todo el cariño que pudo, pero sin conseguir que la pequeña volviera a sonreír, aprendió el manejo rudimentario de las artes de la supervivencia; ésta vez, sin su madre presente para regañar al enano, por desgracia para ella, el aprendizaje en el manejo de las armas se tornó muy en serio, asegurándole él que era necesario para su subsistencia; pero Brommel le confesaba sentirse continuamente vigilado, como si en cada rincón del Azeroth en el que se escondían, más que vivir, ocultara un peligro para ella.




Con el devenir de los años transcurridos y siendo el enano su única compañía, la Niña de la Mirada Triste fue conociendo aquella parte de la historia que le había sido vetada, incluido el dolor de Brommel por no volver a ver a la mujer que había amado más que a su propia vida y a la que nunca le dijo lo que sentía. También le contó sus inquietudes con respecto a su futuro y al hecho de que él sabía que alguien podía estar siguiendo sus pasos. Con reticencia y cierta parte de vergüenza por no poder cumplir él mismo con la promesa de cuidar de ella, le confesó que se había puesto en contacto con una persona que podría garantizar su destino mejor que él.



La Niña de Mirada Triste, sintiéndose abandonada de nuevo, no puso objeción alguna. Sabía que aquel hombre la quería como a una hija y a la hora de la despedida, con un fuerte abrazo y unas lágrimas asomando a los ojos almendrados del enano y a los azules de ella, la joven de anaranjado cabello le susurró al oído:


-Me has dado cuidados, protección y cariño, lo único que una niña necesita. Rezaré a los dioses para que nuestros caminos se vuelvan a encontrar algún día... padre.




Y aquella chiquilla enana, apenas una adolescente, cogió de nuevo sus pocas pertenencias para acompañar a su recién conocido tutor, al que odiaría y amaría al mismo tiempo y que le enseñó a ver la vida con otros ojos, los ojos de aquel que hace del silencio su armadura y de las sombras, sus armas.




Como las marcas dejadas por el viento en la arena del desierto, el destino de la Niña de la Mirada Triste se desdibujó, para volver a trazar nuevas formas en su superficie...”







La voz del joven cesó y su mirada se centró a su alrededor. Perdido en las brumas de aquel doloroso relato, no había sido consciente de que sus manos seguían en el cuello de aquel hombre, que hacía rato había dejado de moverse.




Lo soltó y el cuerpo cayó como un fardo, con la silla incluida. Sólo en ese momento sintió la tensión de sus músculos, que habían estado sujetando a aquel desgraciado durante la narración del relato. Posó la mirada en cada uno de sus compañeros, que habían observado mudos la escena, sin querer ni poder interrumpirle. Al llegar a la enana, arrodillada en el suelo, cansada y con los hombros hundidos, su corazón se hizo pedazos como el cristal y corrió hasta ella para estrecharla entre sus brazos.




-Yo no voy a abandonarte...- le susurró, mientras le acariciaba el cabello-. Jamás...

-Ni yo...- oyeron a sus espaldas la voz del enano que en ese momento era Arcturius, no el Puíta.

-Yo ta'poco...- coreó el trol.





Eléboro levantó sus enrojecidos ojos para mirarlos de hito en hito y, aspirando aire con fuerza, pronunció las palabras, amortiguadas entre aquellos asfixiantes muros como únicos testigos, que cambiarían sus vidas a partir de aquel momento:



-Debemos irnos- anunció, cariacontecida-. Nos marcharemos por un tiempo u os pondré en peligro a todos vosotros y a mis compañeros de Hermandad- se giró para encararse con el joven de pelo negro como ala de cuervo, al que tomó del rostro con ambas manos, clavando la mirada en sus profundos ojos grises-. Y mientras caminamos hacia un lugar más seguro, no dejes de contar mi historia, mi dulce niño. Sólo quiero oír tu voz...; necesito escucharla de tus labios...- se paró, tragando saliva- ¿Y sabes qué?- le preguntó a lo que él respondió con una silenciosa espera- Hace veinte años que entendí el significado de las palabras que me dirigió mi madre: “Cuando tengas que proteger la vida de alguien a quién quieras más que a ti misma, lo entenderás..."




El joven la abrazó con fuerza, posando un beso sobre su coronilla y por un momento, los ojos de la Niña de la Mirada Triste volvieron a brillar de nuevo.

jueves, 14 de abril de 2011

Y estalla la tormenta...

-Entonces déjame que te cuente una historia...- empezó a decir el hombre sentado junto al fuego del hogar a su expectante oyente que, cuchillo en mano, amenazaba con acabar con su vida si no recibía información, a pesar de que el caballero de cabello rubio y ojos verdes de mediana edad que le hablaba no suponía ninguna amenaza para un asesino a sueldo.




De improviso, la puerta de la habitación se abrió abruptamente e irrumpió a través de ella una figura embozada de negro y pequeña estatura.



El hombre del cuchillo dio un respingo ante la intrusión y con velocidad se colocó detrás del sillón, pasando la hoja por el cuello del caballero.




-¿Eres uno de los de abajo?- preguntó el extraño del cuchillo, con voz ronca.




Ante la pregunta, un gesto de sorpresa cruzó los rasgos del caballero amenazado, al que el otro hombre no podía ver. Con un ágil y veloz movimiento, la mano de aquel caballero de sosegadas maneras se desplazó, agarrando fuertemente la muñeca del hombre del cuchillo para, a continuación, retorcerla hasta que oyó el crujir de los huesos y la hoja cayó al suelo. Con un tirón a la par que se levantaba del asiento puso al agresor frente a él, que gritaba de dolor intentando sujetarse el brazo herido.



-¡Maldito cabrón, me las pag...!- intentó gritar el hombre, pero sólo le dio tiempo a ver cómo se colocaban detrás de él y le aprisionaban la garganta con un recio brazo, impidiéndole emitir sonido alguno.




La figura embozada de pequeño tamaño seguía muda e impasible frente a ellos. Cogiendo lo que parecía un trozo de tela que llevaba entre los pliegues de sus oscuros ropajes y un frasco de una estantería cercana, abrió el tapón y vertió una gotas sobre el pañuelo, para luego lanzarlo al hombre de mediana edad que atenazaba la nuez del hasta entonces agresor, como si estuviera a punto de partirla. Con la mano libre atrapó el pañuelo y lo puso en la boca del hombre, que intentaba librarse de todas las maneras posibles de aquella tenaza que le cortaba la respiración. Entre jadeos, aspiró la sustancia narcótica y lentamente, perdió el sentido, derrumbándose a los pies del caballero.




-No hay tiempo para ésto- dijo la pequeña figura, que se bajó el embozo para dar paso al rostro de la enana de anaranjadas trenzas, que ahora quedaban ocultas por una capucha-. Ha venido con amigos; la casa está rodeada.




El “caballero rubio y de ojos verdes de mediana edad” se quitó con violencia los aderezos de sus histriónicas actuaciones, dejando al joven de pelo azabache y profundos ojos grises que miraba al hombre tirado en el suelo con una máscara de odio sobre sus angulosos rasgos.





-Deberías quedarte aquí...- empezó a decir la enana.

-No- dijo él, cortante-. Estoy recuperado y me necesitarás. No te preocupes por mí, Eléboro; me enseñaste a cuidar de mí mismo-la enana lo miró con cariño y asintió.

-Entonces es hora de que pongas en práctica esas enseñanzas.

-¿Cuántos son?- quiso saber el joven, mientras se quitaba la túnica con la que se había disfrazado, dejando a la vista un sencillo y práctico atuendo también de color negro y poniéndose un jubón de gruesa tela acolchada, diseñado para proporcionar libertad de movimientos, que le pasaba su compañera-. ¿Nos ponemos los de tela?- preguntó al ver que la enana llevaba uno parecido.

-Unos ocho, aunque Ayubu no está seguro de si hay alguno más en camino- contestó-. En cuanto a la tela...; el cuero hace ruido y ésta noche, al amparo de las sombras, en sombras nos convertiremos- al decir ésto la enana sonrió-. He dispuesto algunas “sorpresas” para nuestros invitados...

-Es la primera vez que mandan a tantos...

-Ésto ya parece salirse de los márgenes normalmente establecidos por esos imbéciles del IV:7. Puede que estén empezando a perder la paciencia y con razones, viendo el nuevo “triunvirato” que gobierna entre los enanos- mientras hablaba, sacaba utensilios de una bolsa que llevaba a la espalda. Le pasó al joven una extraña máscara de cuero a la par que se colocaba una similar ella misma-. Usaremos éstas. Es más difícil que nos las quiten en caso de refriega.




El joven la miró, consternado. Su amiga parecía debatirse entre las brumas del cargo de conciencia que le producía el tener que convertirse en una asesina para defender su propia vida y la de aquellos que guardaba en su corazón.




-Eléboro...- empezó a decir el joven, pero la enana lo acalló poniendo una enguantada mano sobre sus labios, con suavidad. Sus ojos azules miraron con intensidad los grises ojos de él.

-No pienso dejar que ninguno de esos desgraciados ponga una mano encima a mi gente- le dijo, tajante-. Mi alma hace tiempo que está condenada y ni ése petulante y jodidamente guapo sacerdote que tenemos como amigo podrá hacer nada para salvarla- el joven la vio sonreír a través de los agujeros que tenía la máscara para respirar, pero la sonrisa se esfumó tan rápido como vino y la frialdad heló su rostro-. No dejaré más rehén que a éste hijo de perra al que luego interrogaré- le dijo con voz carente de sentimientos, señalando al desmayado hombre en el suelo-. Vamos, salgamos por la ventana o tendré que empezar a desmontar trampas para salir de aquí.




Con agilidad, la pequeña y oscura figura se subió al alféizar, agarrándose a continuación de la parte superior del ventanal. Con un impulso, se subió sobre ella y trepó hasta llegar al tejado. El joven la siguió con los mismos movimientos. Al llegar a la parte alta de la casa, pisaron teja sobre teja, sin emitir un sólo sonido.




La noche parecía estar dispuesta a colaborar con el subterfugio. Las nubes, pesadas y grises, tapaban la luz de la luna y todo lo que podían ver estaba cubierto por una calígine neblinosa capaz de ocultar detalles imperceptibles para alguien no acostumbrado a observar fantasmas en la oscuridad; pero la pareja agazapada sobre aquel tejado no era de esos y los agudos ojos de la enana captaron una tercera figura oculta en un rincón. Tumbado sobre su abdomen parecía escrutar lo que ocurría en la callejuela bajo ellos.




El breve chistido de una cuarta figura llegó hasta los oídos de la pareja y del tercer componente, que se giraron al unísono para ver la encorvada y característica silueta de un trol, acompañado de una silenciosa y peluda sombra.




El tercer componente se levantó hasta quedar acuclillado y los miró desde unos dulces ojos azules. La pareja se acercó hasta él y con un silencioso lenguaje de manos, empezaron a comunicarse:



"¿Cuántos?"- preguntó la enana.

"Siete en total. Tres frente a la casa, dos de ellos en el flanco izquierdo, en el callejón. Los otros dos están uno detrás y el otro en la esquina derecha, vigilando por si viene alguien. Un octavo se ha metido en la casa, más el que ya estaba dentro"- le explicó Puíta, moviendo con una vertiginosa velocidad sus cortos dedos.

"Entonces nos quedamos con siete, porque el que estaba con nosotros ya no es un problema y el que acaba de entrar posiblemente ya se haya encontrado con una sorpresa"- explicó Eléboro, girándose luego para encararse con Ayubu, que se acercaba sigiloso a ellos.




El trol se había pertrechado para hacerse uno con la oscuridad. Normalmente llevaba todo tipo de macabros abalorios como adorno. Colmillos, trozos de cuero y huesos formaban parte de su “personal estilo”. Sus azules y trenzados cabellos los adornaba con cuentas de colores, que hacían ruido al moverse. Nada de eso lucía ahora. Se había quitado todo aquello que pudiera estorbarle, amarrándose las trenzas en una prieta cola para evitar que las cuentas repiquetearan; incluso se había cambiado su habitual maquillaje, sustituyéndolo por una grotesca calavera negra que le proporcionaba un aspecto más salvaje y aterrador aún.




Con los tres dedos de cada una de sus manos no se podía permitir mucha fluidez en la conversación, pero no le hizo falta. Se señaló a los ojos con dos dedos, que llevó hasta las posiciones de los que estaban delante de la casa y con la otra mano se pasó el pulgar por el cuello en un explícito gesto. La enana asintió, entendiendo perfectamente sus intenciones.




"Ayubu se encarga de esos tres desde aquí arriba, pero no antes de que él y yo nos deshagamos de los de la derecha. Puíta, tú ve a por el que vigila. Dejaremos al de la parte trasera para el final, No dispares hasta que los otros hayan caído y espera a que te avisemos para bajar" -Ayubu levantó el pulgar como respuesta. “Okey Ma'key” dijo con los labios.




Se colocaron en sus respectivas posiciones. El trol se hizo hueco en la parte frontal del tejado para tener a la vista a los tres de la puerta mientras cargaba una flecha en su arco, a la que previamente arrancaba las plumas de un mordisco. El disparo era blanco seguro y necesitaba sigilo. Puíta inició su descenso hasta la posición del vigilante, quedándose colgado sobre su cabeza, a la espera. Eléboro hizo lo propio con los del lado derecho, mientras el joven sacaba un puñal arrojadizo de su brazal. La hoja había sido teñida de negro para evitar el brillo y el olor que desprendía le hizo arrugar la nariz; la enana lo había instruido para tener las armas preparadas a conciencia por si surgían “eventualidades”. Esperó hasta que la pícara quedó por encima de la cabeza del que estaba más pegado a la pared y con un giro de muñeca, el sigiloso asalto dio comienzo.






El puñal se enterró profundamente en la espalda del hombre que se derrumbó con un gemido ahogado y un hilo de saliva sanguinolenta entre sus labios, signo de que le habían perforado un pulmón, al mismo tiempo que una silenciosa enana se descolgaba de la pared con una daga en la mano y aterrizaba junto al desconcertado compañero del caído, clavando la hoja en la nuca del desdichado en su descenso. Ninguno de los dos emitió sonido alguno al morir que pudiera alertar a sus compinches.





Puíta saltó sobre el vigilante, arrollándolo con la caída al tiempo que le tapaba la boca. La hoja se deslizo sobre su garganta para luego ser limpiada en las ropas de aquel desgraciado y dirigirse en sigilo hacia la parte trasera.





El arco de Ayubu resonó con un ligero zumbido y la flecha atravesó el cuello del que estaba junto a la puerta, llamando la atención de sus compañeros al caer al suelo con estrépito. Otra flecha salió presta de su arco, penetrando en la carne del segundo. El tercero corrió raudo hacia el interior de la casa, buscando refugio.



-Mie'da...- susurró el trol con fastidio.




El joven se descolgó con premura para reunirse con su compañera, que se dirigía a la parte trasera del callejón para, junto a Puíta, emboscar por ambos lados al que quedaba detrás. Al llegar, el enano ya había realizado la tarea eficientemente y arrastraba el cadáver hasta la oscuridad de la callejuela, dejándolo junto a los otros dos con la ayuda de la pareja.



"A la puerta trasera"- les indicó la enana, con los dedos.





Al llegar a la parte trasera de la casa, en la que sólo se veía la pared desnuda, la enana murmuró una palabra y un ligero resplandor hizo su aparición entre las junturas de los ladrillos, perfilando la silueta de una entrada. Con un leve rumor, la “puerta” se desplazó, dejando una rendija por la que pasaron los tres. La entrada daba a la parte inferior de la escalera, por debajo de ella. Se colaron hasta el pasillo y vieron el cuerpo moribundo del segundo que había entrado, el que se había escapado de las letales flechas del trol. El primero había activado la trampa más cercana a la puerta y yacía en el suelo, erizado de púas envenenadas. El que aún vivía se hallaba al pie de las escaleras, clavado en el segundo escalón por una hoja que le atravesaba la bota. El veneno paralizante le impedía gritar, pero en su rostro se reflejaba la agonía.




La enana se acercó al hombre y le agarró del cabello tirando de su cabeza hacia atrás.



-Jamás activo las trampas de ésta casa- le dijo en un áspero susurro, con los dientes apretados-. No mato a sangre fría a todo aquel que viene a buscar información sobre mi persona; algunos hasta salen vivos y todo...; pero ésto- le dijo, señalando hacia la puerta y al cadáver en ella-, atacarme con una banda de asesinos con las armas prestas mientras uno de vosotros amenazaba a mi pequeño, esperando para dar la orden...; se ha pasado de castaño oscuro.




Con un veloz movimiento hundió la daga en el corazón del hombre.





-Ve a buscar a Ayubu- le dijo al enano mientras se dirigía a la habitación donde había dejado drogado al primer atacante-. Tengo que sacarle información a alguien.





Al rato, el hombre se encontraba atado de pies y manos a una silla en una oscura estancia con olor a humedad. Le habían despertado hacía un rato y la enana intentaba hacerle hablar, sin éxito.




-¿Ésto ha sido cosa del IV:7 o hay alguien más detrás de ésta salvajada?- le preguntó, sin obtener respuesta. Con el revés de la mano le dio un fuerte bofetón que nubló la vista del hombre-. ¡Responde! ¿Quién está detrás de éste ataque directo?




El hombre aguantaba la lluvia de golpes sin inmutarse, mirando provocador a la enana mientras sonreía, ladino. El joven de cabello azabache, en un arrebato de ira, arrancó la camisa del hombre, para descubrir que estaba plagado de cicatrices.



-Es inútil- le dijo a la enana-. Ya lo han torturado antes. No nos va a decir nada.



El asesino rió con ganas, a pesar de la hinchazón que deformaba sus rasgos.



-No te voy a decir una mierda, zorra...- susurró- Ya puedes matarme que no te voy a contar lo que le hice a la elfita cazadora amiga tuya para que me diera la información para llegar hasta aquí...; sus gritos resultaron aún más excitantes... ¡Uy! Eso se me ha escapado...- terminó, riendo de nuevo como un poseso.



La enana abrió los ojos como platos ante aquel dato.




-Ilmara...- susurró la enana. De un salto se subió sobre las rodillas del hombre y descargó con fuerza los puños sobre su rostro hasta que no se supo de quién era la sangre que los manchaba-. ¡¿Qué le has hecho maldito cabrón?!




El joven la agarró por los hombros, intentando separarla del asesino al que acabaría haciendo pedazos.




-Eléboro, vas a matarle...- le dijo, intentando calmarla-. Lo hace para provocarte.




El asesino volvió a reír, con la boca destrozada.




-¿No me crees? Mira entonces en mi faltriquera, verás que bonito el recuerdo que cogí de ella...




La enana corrió hacia la bolsa, desgarrándola al abrirla. Un pequeño paquete cayó al suelo; al abrirlo descubrió horrorizada que se trataba del trozo de piel de un animal, con el mismo color gris atigrado del felino de la cazadora. Envueltos por la piel y manchados de sangre seca, un mechón de largo cabello blanco... y una puntiaguda oreja. Un alarido de rabia brotó de la garganta de la enana, que sacó su daga en un movimiento frenético. Puíta y Ayubu se lanzaron para frenarla.




-¡Enfdía la cabeza, Elébodo!- le pidió su amigo-. Si la ha matado, haz que su muedte vadga pada adgo...; do sabemos quién más code peligdo.

-Eléboro, usa el suero...- le dijo el joven.




La enana inhaló aire con fuerza por la nariz, intentando recobrar la calma para no matar a aquel desgraciado lentamente.




-Vas a hablar pedazo de cabrón...- masculló-. ¡Ya lo creo que vas a hablar!





Como una centella anaranjada abandonó la estancia, para volver a los pocos minutos con un frasco en la mano, lleno de un líquido negro de horroroso aspecto.




-Me dije a mí misma que no usaría ésto con nadie...- le explicó, mientras se acercaba a él-. La Sociedad de Boticarios puede ser exageradamente cruel; creo que no hace falta que te recuerde los hechos acaecidos en Rasganorte y la Puerta de Cólera. Ésto te arrancará la verdad de tu corazón entre gritos de agonía...- con un violento gesto destapó el frasco y derramó su contenido en la boca del hombre, que el joven de cabello azabache agarró para obligarlo a tragárselo-. Espero que lo disfrutes...





Sólo tuvieron que esperar unos segundos a que el brebaje hiciera efecto; pasado ese tiempo un grito desgarrador brotó de la garganta de aquel hombre, con tanta fuerza que los hizo estremecer. Su cuerpo se convulsionó, cortándose la piel con las ataduras, en un intento por liberarse. Los alaridos agónicos inundaron aquel húmedo sótano, sin ablandar el corazón de los presentes, que observaban el dantesco espectáculo enmudecidos e impertérritos.





Los ojos del hombre se velaron y el color de la esclerótica cambió, tornándose negro. El estallido de dolor inicial pareció remitir, permitiendo que el asesino dejara de gritar, pero manteniendo su cuerpo tenso como la cuerda de un arco, mientras emitía siseos angustiosos.




-Creo que ahora pareces más locuaz- susurró la enana, fríamente-. Vayamos por partes ¿para quién trabajas?

-P-para... el IV:7, aunque eso... ya lo sabías...- respondió el hombre entre jadeos.

-¿Por qué?- preguntó, intentando disimular su asombro- ¿Por qué el servicio de espionaje de nuestro “querido rey” está usando éstos métodos?

-P-porque... están desesperados...- ahora sí, la sorpresa se hizo patente en el rostro de la enana.

-¿Qué quieren?

-M-matarte... y harán todo... lo que esté.. en su mano para conseguirlo...; todo...

-Sigue- exigió la enana-. Explícate.

-Ahora más que nunca, tienen miedo de... tu linaje...; si te da por... reclamar el trono, como legítima heredera del mamón... de tu padre- el hombre sonrió ante la baladronada del insulto, a pesar del dolor-los reinos enanos, podrían entrar en guerra civil... y con ellos, el resto de la Alianza...; eso... daría pie a Garrosh a entablar... un conflicto abierto entre ambas facciones...




La enana escuchaba todo aquello con la mandíbula apretada y los puños cerrados con tanta fuerza que hacía tiempo que la sangre había dejado de correr por ellos.




-Por eso... el IV:7 y algunos grupos más, están poniendo precio... a tu cabeza... entre bandas de asesinos mercenarios, como la mía...- siguió explicando el hombre, mientras el efecto del suero seguía fustigando su cuerpo y su mente, obligándolo a hablar-. Y si para eso... tienen que remover cielo y tierra, buscando a todos tus amiguitos... para acabar con ellos y que... saques tu asquerosa cabeza naranja de debajo... de los caminos, lo harán...; la orden de matar... a tu amiguita de orejas picudas vino de arriba...- el hombre tragó saliva- Te has... quedado muda... ¿no dices nada?- rió, tosiendo al mismo tiempo.

-Tengo más años de los que deseo recordar...- susurró la enana, abatida y cabizbaja-. Durante todo ese tiempo mi vida ha estado marcada por el simple hecho de que un noble, el señor feudal de un clan enano se encaprichara de mi madre, siendo yo el condenado fruto de aquella unión. Durante años he ocultado mi existencia a ojos de todos, mi nombre, mi identidad, mi pasado. Intentando no vincular a nadie en esa fatal cadena- en el momento en que decía esas palabras, sus ojos se posaron en los del joven de pelo negro, que la miraba cargado de dolor-. Todo porque mi madre me pidió, con lágrimas de desesperación en los ojos, que así lo hiciera, cuando me obligaron a abandonarla. Supuestamente mi “amantísimo padre”, no se enteró de mi existencia hasta bastante después de haber nacido- mientras hablaba, la enana iba alzando la voz, presa de una cólera como nunca le habían visto- ¡Jamás he querido una mierda de él! ¡Sólo he anhelado una vida normal, como cualquier otra persona! ¡Ni tronos, ni sandeces de ese tipo se me hubieran antojado posibles, ni siquiera deseables! ¡En los últimos años me han perseguido como a un perro, controlando siempre donde pudiera estar por si un día me daba la rabieta de presentarme a mi padre para decirle “Hola, papi, cuánto te he echado de menos”!- las lágrimas surcaban sus mejillas, encendidas por la rabia- ¡¡Y ahora que está sentado en un trono importante es cuando vienen a por los míos, a poner en peligro todo lo que amo, pensando que, muerto el perro, se acabó la rabia!!- estalló para luego bajar la voz de nuevo-. Todo por unos putos intereses políticos...- se echó a reír con amargura-. Tu rey no tiene nada que temer...; nunca ha sido mi intención reclamar un trono que supondría una guerra. Se lo puede meter por el culo...

-No conozco tu historia... y realmente me importa una mierda...- le dijo el hombre-. Sólo me pagaron... para que hiciera un trabajito... y así lo hice... al menos en parte...- al decir ésto se pasó una lengua por los labios y sonrió.





Un puñetazo hizo volar uno de los dientes del hombre, que ladeó la cabeza para ver al joven de pelo negro como el ala de un cuervo mirarle con unos profundos ojos grises cargados de odio, mientras se frotaba los nudillos. El joven lo agarró por el cuello, alzándolo con tanta fuerza que levantó la silla ligeramente.





-No sabes su historia ¿no?- masculló entre dientes-. Y no te importa una mierda...; pues va a resultar curioso que sea lo último que oigas, escoria...

domingo, 10 de abril de 2011

La Fábula del Búho

-Parece que está todo muy tranquilo hoy...- dijo el joven de cabello negro como ala de cuervo a su acompañante.

-Mejor, así podrás recuperarte del todo de tus heridas- contestó la enana de anaranjadas trenzas que estaba de pie a su lado, mirando el fuego que ardía en el hogar-. Puíta me ha dicho antes que la zona estará “blanca” ésta noche.



El joven de oscuros cabellos estaba sentado en su sillón de respaldo alto. La enana estaba junto a él, con el cuerpo apoyado contra el sillón y su brazo izquierdo reposaba sobre los hombros del hombre.



-¿Cómo te encuentras hoy?- preguntó ella.

-Mucho mejor. Casi no me duele ya- le aseguró, girándose a continuación para mirarla a la cara-. ¿Aún estás enfadada, Eléboro?



Sus miradas se encontraron. Los profundos ojos grises de él aguantaron la penetrante fuerza de los bellos ojos azules de ella, pero en su rostro no había rencor alguno. Una sonrisa asomó a los labios de la enana y su mirada se dulcificó, arropando con ella a aquel joven, deseoso de una respuesta.



Una mano acarició su oscura melena, para luego posarse en lo alto de su cabeza y alborotar aquellos cabellos, como si se tratara de un niño.



-¿Cómo voy a estar enfadada contigo, bobo?- le dijo ella, sonriente-. Tengo tu palabra de que no volverás a hacerlo, con eso me basta. Además... ¿quién puede regañarte con esos ojos que tienes?- él rió con ganas ante el comentario.

-¡Pues buena bronca me echaste en ese momento!

-Fue la ofuscación... y el miedo...- un estremecimiento recorrió la espalda del joven, ahora serio, al recordar la angustia y el dolor de su amiga al creer que lo había perdido.

-Fui un necio, perdóname...

-No hay nada que perdonar, pequeño- le dijo, dándole un tierno beso en los labios. Él la miró con una ceja alzada y una sonrisa traviesa-. No, no voy a dejar de llamarte pequeño...



Las risas de ambos inundaron la sala.



-¿Cenarás conmigo ésta noche?

-No me hagas preguntas tontas, anda.



Los dos rieron de nuevo mientras la enana salía a coger los servicios de la alacena y el joven disponía la mesa, que había colocado cerca del hogar. Al rato, vino cargada con platos, copas y cubiertos.



-Deja que te ayude- se ofreció él, tomando los enseres de entre sus brazos. El joven comenzó a colocarlos sobre la mesa-. Hay un servicio de más... ¿tenemos invitados ésta noche?

-Ya sabes que sí...- ambos se miraron y unas sonrisas cómplices asomaron a sus rostros, parcialmente iluminados con los resquicios de la luz del ocaso y el fuego del hogar, que difuminaban sus facciones entre danzarinas formas. La enana se giró hacia un rincón, permanentemente en sombras, de aquella acogedora sala-. ¿Nos acompañas, cielo?



Los dos miraban hacia aquel rincón, esperando pacientemente. De entre la calígine de aquel improvisado escondite surgió la figura de una mujer, ataviada con un vestido de vaporoso tejido. Con timidez, miró los rostros del hombre y la enana frente a ella y se ruborizó, avergonzada de haber sido descubierta.



-¿En serio pensaste que no sabíamos que estabas ahí agazapada?- le preguntó la enana, con una sonrisa capaz de desarmar a cualquiera.

-Eléboro... yo...- la mujer tartamudeaba, nerviosa. La enana frenó sus débiles intentos de explicación por su parte con un ademán de la mano, mientras chasqueaba la lengua y movía la cabeza en gesto negativo.

-No es necesario que nos pongas al corriente. Lo hecho, hecho está, deja de darle vueltas y hagamos las debidas presentaciones.



El joven se acercó a ella para cogerla de la mano y depositar suavemente sus labios sobre el dorso, sin dejar de mirarla con aquellos enigmáticos ojos grises.



-Milady...- susurró, con una educada reverencia. Las mejillas de la mujer se encendieron de nuevo ante tal cortesía-. Siento no poder deciros mi nombre, pero podéis llamarme “Narrador”.



La dama se sumergió absorta en aquellos ojos cristalinos, como la superficie de un estanque, lleno de secretos en su interior. Un carraspeo de la enana la sacó de su estupor y la devolvió a la realidad.



-Imagino que debes tener un hambre atroz, pero lo primero es lo primero- se acercó a ella y la tomó de la mano, para llevarla fuera de la sala, avanzando por un pasillo decorado con hermosos tapices.



Sus pisadas sonaban débilmente sobre el suelo, cubierto por una suave alfombra que cubría toda la extensión del corredor. Puertas talladas con bonitos motivos florales pasaban ante sus ojos a ambos lados de la pared, hasta que se pararon delante de una de ellas. La enana la abrió y con un gesto de la mano la invitó a entrar.




Una humeante y cálida atmósfera inundó sus sentidos, cargándolos con un sutil aroma a hierbas aromáticas. Se encontraba en una sala decorada con bellísimos mosaicos de tonalidades azules. En las paredes había colgados varios espejos. En un lado, un mueble-estantería cargado de toallas; al otro, una vitrina repleta de frascos de sales, perfumes y jabones. En el centro de la estancia, una enorme bañera de patas de león doradas, llena de abundante agua caliente y espumosa.



La mujer suspiró ante tal despliegue de maravillosas sensaciones.



-Cómo te cuidas...- susurró, asombrada aún. La risa de la enana sonó a sus espaldas.

-Apenas puedo permitirme el lujo de usarlo- aseguró-. Procuro estar aquí el menor tiempo posible, pero sí, es hermoso y no, no preguntes de donde salen los fondos para tales caprichos- le dijo, picarona-. Adelante, todo tuyo.




La dama se despojó de su vestido sin pudor ya que estando entre mujeres no había nada que ocultar y lentamente se metió en aquella humeante bañera. Al sentarse y quedar cubierta casi hasta el cuello no pudo evitar un suspiro placentero. El agua estaba muy caliente y sus músculos se relajaron casi al instante. El aroma que ascendía hasta sus fosas nasales indicaba que aquel agua había sido aderezada con sales.



-¿Qué tal?- quiso saber la enana.

-Mmmm, sin palabras- contestó la dama, en un susurro. En ese momento su vista se desplazó hasta una pequeña bandejita de plata con una pastilla de jabón. Sus ojos se abrieron como platos al reconocerlo-. ¿Es el mismo...?

-Sí, el mismo que robé para ti aquella vez, pero no usarás ese hoy...- la enana se dirigió a la vitrina, para sacar una caja de madera profusamente labrada y nácar, con un cierre de mithril-. Éste es mucho mejor.




Al abrirla, la mujer observó una hermoso frasquito con un líquido azul en su interior. La botella tenía forma de lágrima y estaba protegida por un acolchado cubierto de seda roja.




-Es una antiquísima receta de la época de los Altos Elfos- le explicó, dejando a la dama boquiabierta-. Una gotas de éste jabón sobre tu piel te harán saborear las mieles más exquisitas.

-¿De donde lo has...?

-Esas cosas no se preguntan, cielo -contestó, sonriente-. Anda, cógelo, no muerde. Pon unas gotas sobre la esponja...




Al abrir el delicado tapón y verter unas gotas de aquel espeso líquido, captando su olor, a su mente acudieron evocaciones de inmensos prados primaverales jaspeados de flores silvestres más allá de donde la vista pudiera alcanzar.




-¿A que es la leche?- la cantarina risa de la enana la sacó de su ensoñación-. Por cierto...- le dijo, apoyándose con los brazos cruzados en el filo de la bañera-. ¿Te has quedado para conocer mis secretos o...?

-Debo reconocer que al principio quería saber más sobre ti, sobre ese pasado que intentas ocultarnos siempre- le explicó la joven-. Pero luego... me quedé porque sus relatos me fascinaban, su forma de narrarlos...

-Tiene una voz cautivadora, el puñetero- la enana la miraba fijamente y la mujer no pudo evitar que los colores subieran de nuevo a su rostro. Eléboro desvió la vista de repente y se distrajo, sumida en sus pensamientos-. Ojalá algún día pueda llevar la vida de cualquier otro hombre. Enamorarse, casarse si lo desea, tener hijos...; daría mi existencia por proporcionarle esa libertad...; pero es tan cabezón como yo...- suspiró, para volver a mirar de nuevo a los ojos a la joven-. No pongas esa cara mujer, te has puesto tan colorada como si hubieras recibido las sensuales caricias de un Señor del Fuego...




La mujer dio un respingo ante el comentario y se hundió más en el agua, soportando las alegres carcajadas de la enana.




-Te dejo a solas- le dijo, enjugándose las lágrimas que habían brotado de sus ojos por la risa-. Tómate el tiempo que quieras.




Estando ya a solas con su relajante baño, escuchó un toque a la puerta del baño.



-Perdonadme milady... ¿Puedo entrar? Sólo he venido a dejaros una cosa- sonó la voz del joven, apagada tras la puerta cerrada.



La dama dio un brinco, azorada y se tapó con la espuma todo lo que pudo.



-S-si... a-adelante- tartamudeó.


La puerta se abrió despacio y el joven entró con la cabeza gacha, dándose la vuelta inmediatamente. Llevaba algo en las manos.



-Eléboro me ha pedido que os traiga una vestimenta más apropiada para la cena que la que llevabais- le dijo, carraspeando nervioso-. Os la dejo aquí mismo, espero sea de vuestro agrado- dijo, depositando delicadamente un vestido sobre la silla al lado de la puerta para luego salir por ella, dejándola a solas de nuevo.




Al salir de la bañera y secarse con una suave toalla colgada cerca de ella, reparó en el vestido. Acercándose a la silla lo cogió y un suspiro escapó de sus labios. De un intenso color añil, la falda de exquisito tafetán llegaba hasta el suelo. La parte de arriba, con un cuello alto abierto en un pronunciado escote en v, era de terciopelo del mismo color, con bordados en hilo de oro. Las mangas, largas y estrechas en un principio, se iban ensanchando a medida que llegaban a las muñecas, para terminar en vaporosos pliegues de seda, a juego con los del cuello, que se derramaban sobre el escote. Unas lágrimas resbalaron por sus mejillas al ver el maravilloso regalo.




Un rato más tarde apareció en la sala. Peinada de manera que su cabello suelto cayera sobre su espalda, sonreía con timidez a los presentes sin levantar la cabeza.



-Estáis preciosa- le dijo el joven.

-Adulador...- rió la enana-. Ven a sentarte y levanta la cabeza o te tropezarás con los pliegues del vestido.




La joven obedeció y otro suspiro de estupefacción escapó de sus labios. Ante ella habían dispuesto una mesa con generosas viandas de todo tipo; carnes, pescados, verduras, frutas y deliciosos pasteles que le hicieron la boca agua con su mera visión, pero lo que mas le impactó fue el aspecto que ofrecían sus anfitriones.



De pie junto a la mesa, el joven y la enana ofrecían sus mejores galas. El hombre iba ataviado con una botas altas hasta la rodilla y lustrosas, de color negro. Por el brillo parecían recién aceitadas. Un sencillo pantalón negro de corte elegante y una túnica color crudo, ceñida con un cinturón negro de hebilla plateada y una capa corta con esclavina que descansaba sobre su hombro derecho, sujeta por una fina cadena también de plata, completaban su atuendo. Estaba realmente guapo con su cabellera impecablemente peinada, pero la enana la dejó sin habla.



Se había soltado sus habituales trenzas y su pelo suelto parecía fuego vivo, con bucles que caían delicadamente, desparramándose sobre sus hombros de piel clara. Ataviada con un vestido largo de seda verde pálido, con primorosos bordados en plata que mostraban un diseño de enredaderas subiendo por las mangas, parecía sacada de un cuento de hadas.



-Cierra la boca o te dolerá la mandíbula- le dijo, sonriente-. Vale, no estás acostumbrada a verme así pero aunque no te lo creas yo también puedo resultar femenina cuando quiero, tan sólo es que no suelo quererlo con mucha asiduidad...



Esperaron a que ella tomara asiento primero para luego hacerlo ellos dos. El joven puso delante de ella una copa de vino.



-Una de las mejores cosechas de Pinot Noir- le dijo.

-Ésto parece una celebración...- musitó la joven, asombrada.

-Agasajamos a nuestra invitada como se merece, nada más- dijo la enana, guiñándole un ojo.



Comieron hasta reventar. La dama intentaba ser comedida pero llevaba un hambre canina y saboreó cuanto pudo aquellos manjares. Sus anfitriones sonreían al verla saciar su apetito.



-Está delicioso- dijo la dama.

-Es cosa del Puíta- aseguró la enana, a lo que la mujer contestó con un respingo de asombro-. Una de sus mejores cualidades...- la joven miró en derredor, buscando con la mirada-. No está, de todas formas tampoco hubiera podido mirarte a la cara. Creo que aún le escuece el bofetón- dijo entre risas.



Los tres rieron ante el comentario.



Terminaron de comer y la copa de la dama volvió a llenarse por las manos del joven.



-Así que os gustan mis historias...¿Queréis que os cuente una?- preguntó el joven a lo que la mujer contestó con un vehemente gesto de asentimiento y un brillo intenso en los ojos-. De acuerdo, pues...; os contaré la Fábula del Búho...




La joven se acomodó, expectante.







“Érase un vez...- empezó, después de aclararse la garganta, se paró para mirar a la dama-. No me miréis con esa cara, los mejores relatos siempre empiezan así...




Érase una vez- prosiguió- un búho al que le daba miedo salir de su pequeño bosque. Envuelto siempre por las mismas ramas, de los mismos árboles, a aquel búho no terminaba de gustarle su hogar, pero era lo único que había conocido desde que era polluelo y no ansiaba otra cosa. Allí tenía cobijo y alimento y conocía todos los rincones de su pequeño mundo.




Pero un día, un tenue resplandor captó su atención en la lejanía. Acostumbrado a las mismas tonalidades oscuras de su bosque, aquella luz dorada y radiante produjo en él una atracción irresistible; pero para llegar hasta ella tendría que abandonar la comodidad de su hogar. Día tras día, el atrayente destello seguía en su lugar pero sin apenas ser consciente de ello, el búho se acercaba poco a poco a su origen.




Sin darse cuenta, aquella luz lo había arrastrado al lindero exterior de su bosque y al encontrarse en un lugar totalmente desconocido, al búho le entró miedo y un vahído nubló su mente.



-¿Estás bien?- le preguntó una voz entre las brumas de la inconsciencia.




El búho abrió los ojos para encontrarse con una criatura que lo miraba, preocupada. Al ver a aquel desconocido, se asustó tanto que quedó sentado de golpe, intentando apartarse a golpe de ala, pero su espalda tropezó con algo y al mirar hacia arriba vio a otra criatura observándole. Gritó, presa del pánico, estaba rodeado de extraños.



-Tranquilo, tranquilo... ¿Acaso no has visto nunca a otros pájaros?- le preguntó de nuevo aquella tranquilizadora voz.

-N-no...- tartamudeó-. Siempre he estado solo en mi bosque.

-Vaya, entonces tendremos que presentarnos. Soy Eleassir, el Cuervo. Ése grandote a tu espalda es Seray, el Gavilán. Ése de ahí pequeño y travieso es Vanelli, el Cisne.

-Pronto creceré y seré tan blandito y achuchable que te querrás morir- le dijo el polluelo, risueño.



Uno a uno, las aves se fueron presentando.



Biroathir, el Halcón Peregrino; Dilen, la Lechuza; Ghazur, el Águila Pescadora...



El búho levantó la cabeza y vio una enorme ave volando sobre sus cabezas.



-Ése es Pommeryel, el Cóndor, nuestro Guardián.

-¿Guardián?- preguntó el confundido búho.

-Nos protege y nos guía. Puede parecer serio y a algunos parece darles miedo hablar con él, pero si miras en la profundidad de sus ojos, verás un corazón cálido y una mente sabia, dispuesto siempre a darte sus consejos.

-¿Y qué hacéis? Sois muy diferentes entre vosotros, y no parecéis tener un bosque seguro como el mío...



Eleassir, el Cuervo, rió ante el comentario.



-Lo que hacemos es fácil: ser amigos y aprender los unos de los otros lo que hay más allá de las fronteras de nuestros ojos- le explicó-. Todos tuvimos en algún momento un bosque seguro como el tuyo, pero por unas circunstancias o por otras, tuvimos que abandonarlo, abriendo nuestras alas al resto del mundo.

-No lo entiendo...- confesó el búho.

-Ven con nosotros, acompáñanos durante un tiempo y lo comprenderás.





Y así, el Búho Sin Nombre acompañó a aquellas aves. De unas aprendió que con esfuerzo y dedicación se podía ser fuerte. De otras, que la imaginación y la curiosidad no deben ser tildadas como cosas de polluelos. Vanelli, el Cisne, lo hacía reír con sus ocurrencias, Biroathir, el Halcón Peregrino, lo encandilaba con sus relatos, ocurrentes y a veces, picantones. Eleassir, el Cuervo, le hablaba sin tapujos, con confianza, enseñándole cosas que la vida le había hecho aprender y otras que había ido conociendo a lo largo de los años y que al Búho Sin Nombre le agradaban.



Hasta que un día Eleassir, el Cuervo, le preguntó:

-¿No sabes volar, verdad?

-Sí que sé- respondió ofendido el búho.

-No sabes, sólo saltas de rama en rama, sin desplegar del todo tus alas- le dijo, sin asomo de burla en su voz-. Ven.



Eleassir, el Cuervo, lo llevó hasta un promontorio cercano y le dijo:

-Mira allá abajo.



El búho obedeció y sintió como lo empujaban. Con pánico vio como se precipitaba contra el suelo y cerró los ojos con fuerza.



-¡Abre las alas y vuela!- le gritaba Eleassir, el Cuervo, desde lo alto de la colina.



El búho así lo hizo y descubrió que había dejado de caer. Con reparo, abrió lentamente los ojos y se encontró volando. Las ráfagas de viento acariciaban su rostro y se colaban en los entresijos de sus plumas, produciendo un cosquilleo que estremeció cada fibra de su ser.



-¡Estoy volando!- gritó, extasiado.

-¡Ya lo creo que vuelas!- le dijo Eleassir, el Cuervo, con las alas desplegadas a su lado.




Como un torbellino grisáceo, Biroathir, el Halcón Peregrino, voló entre ellos, haciendo caídas en picado y girando alrededor del búho, que no podía dejar de mirarle. Dilen y Ghazur volaban juntos, rozando las puntas de sus alas. El imponente cuerpo de Seray, el Gavilán, voló sobre sus cabezas llevando encima a Vanelli, el Cisne, que era muy pequeño aún para volar por sí mismo, pero que reía y gritaba de alborozo.



-Mira lo que hay debajo tuyo, abre también los “ojos”- le pidió Eleassir, el Cuervo.




El búho lo hizo y tuvo que reprimirse para no lanzar una exclamación de asombro. A sus pies se extendía un paraje interminable de montañas, bosques, valles, ríos que caían en tumultuosas cascadas.




-Es hermoso...- susurró, jadeante.

-Pero no todo lo es- le aseguró Eleassir, el Cuervo-. Mira hacia tu izquierda.




El búho lo hizo y vio un espectáculo dantesco. Una montaña escupía lava, el fuego consumía algunas partes del bosque, unos ejércitos de extrañas criaturas de dos patas combatían entre ellos, sembrando el suelo a sus pies con una alfombra carmesí.



-El mundo es así. Puede resultar hermoso, pero también aterrador y desconocido. Es normal que le temas pero...¿cerrarías tus ojos para siempre a las hermosas imágenes que hemos visto más atrás con tal de no volver a ver éstas?

-Es demasiado complicado para un insignificante búho gris...



Eleassir, el Cuervo, rió a pico batiente.



-¿Insignificante búho gris? ¿Es eso lo que te han enseñado en tu pequeño bosque?- se giró hacia los demás-. ¡Chicos, vamos a un estanque para enseñarle algo a éste “búho gris”...!




Los demás corearon las risas de Eleassir, el Cuervo, y lo siguieron, hasta posarse en la linde de un hermoso estanque, quieto y cristalino como un espejo.



-Asómate y dime lo que ves...”Búho Gris Sin Nombre”...



El búho observó su reflejo y un suspiro de estupefacción salió de su pico. Ante él no veía la imagen del insulso búho de color gris que siempre había pensado que era. Lo que veían sus ojos era el reflejo de una impresionante Lechuza Nival. Hermosa, de blancas plumas y dorados ojos...



-Ése eres tú...”









La voz del joven cesó, mirando a la mujer que a su vez lo miraba con ojos adormilados, que se fueron cerrando hasta quedar profundamente dormida.




-El sedante le ha hecho efecto, pero le ha dado tiempo a escuchar tu historia- dijo la enana, acercándose a la joven para tomarle el pulso.

-¿Qué recordará?- quiso saber él. La enana acarició el cabello de la mujer con suavidad.

-De ésta noche lo recordará casi todo, menos que ha estado con nosotros. Tampoco será capaz de recordar ésta casa ni su ubicación. En su mente se dibujará ésta velada como un dulce sueño, acompañada por unos anfitriones inidentificables. Es lo mejor para ella. Conocer nuestros secretos desde ésta habitación sólo le puede acarrear trágicas consecuencias. Dentro de unos días me verá y me saludará tímidamente, como hace siempre.

-Pero ya no escuchará mis relatos...- dijo él, apenado.

-Sí lo hará, pero siempre a través de un sueño, del que despertará siendo consciente de que sólo ha sido eso, un sueño... o una pesadilla...; la magia de la poción es muy fuerte.

-Algún día tendrás que contarme quién te prepara esos brebajes- le dijo el joven con una sonrisa. La enana enarcó una ceja.

-¿No te he contado la historia de Verde y Azul?- preguntó a lo que el joven respondió con un gesto negativo-. Vaya... tendré que hacerlo un día de éstos, pero ahora mismo asuntos más urgentes me requieren- le dijo mientras salía a toda prisa de la sala.

-¿Adonde vas?- quiso saber el hombre.

-¡A quitarme éste vestido que no puedo respirar!- la enana oyó desde el pasillo la risa del joven de pelo negro como ala de cuervo.





La mujer abrió los ojos para contemplar los rayos de sol colarse juguetones entre las rendijas de las cortinas. Acostada en su cama, recordaba un maravilloso sueño donde era agasajada por unos anfitriones sin rostro conocido. Recordaba una suculenta cena que terminó con una dulce historia... sobre un búho...




Rió como una niña ante lo deliciosa que había sido aquella ensoñación. Lentamente se levantó de la cama, para acercarse al armario y coger un vestido para cambiarse el camisón que llevaba. Con un jadeo de asombro, vio dentro del armario un hermosísimo vestido de tafetán y terciopelo azul, bordado en oro que no recordaba haber poseído en la vida. Lo sacó con cuidado y acarició aquellos delicados bordados, sintiendo el suave tacto de los tejidos entre sus dedos.




Y recordó que en su fantasía, alguien depositaba un tierno beso en su mejilla y una masculina voz le susurraba al oído:



Te mostraré un dulce sueño la próxima noche...






*N. del A.: Este relato fue concebido como un regalo para alguien especial. Lleno de guiños a situaciones ocurridas dentro y fuera del juego; detalles reconocibles por la persona a la que va dedicado y por amigos cercanos a esos momentos. Desde aquí, un beso a una hermosa Lechuza Nival.

viernes, 8 de abril de 2011

Origen: el nombre de la Flor Venenosa

-¡Habla!, ¿donde está?- rugió el hombre, totalmente vestido de negro y con la cara cubierta. Sólo los ojos quedaban a la vista, oscuros y de intensa mirada-. No me hagas repetir la pregunta...


Un fortísimo puñetazo nubló la consciencia del joven atado a la silla de pies y manos. Uno de sus tres captores lo agarró del cabello con rudeza, obligándolo a levantar la cabeza y mirar a su torturador, a pesar de que sus ojos apenas podían ver de lo tumefactos que estaban.


-No estás en disposición de elegir, maldito imbécil...- le dijo acercando su embozado rostro al joven tanto como pudo-. Sólo tienes que decirnos su nombre y donde está...;es fácil...



El encapuchado esperó unos segundos pero no obtuvo respuesta alguna.


-Veo que eres duro de mollera...- le dijo a la vez que cogía un objeto que había sobre una destartalada mesa a su lado. Se lo colocó sobre la enguantada mano y lo enarboló delante de sus ojos. Un puño de brillante acero cubría ahora sus nudillos-. Necesitarás un incentivo para ver si eres capaz de hacer memoria...



El joven sintió el dolor del siguiente golpe como si de una explosión se tratara, inundando el interior de su cabeza como si le hubieran clavado miles de agujas candentes. Notó como los huesos de su nariz cedían y oyó el crujido de éstos al romperse. La sangre, caliente, llenó su boca del característico sabor ferroso.



Le soltaron la cabeza, que cayó sobre su pecho. Alguien le lanzó agua sobre la cara, para evitar que perdiera el sentido.



-Te lo repetiré sólo una vez más- oyó decir de nuevo al dueño de aquella fría y monótona voz-. Dime lo que quiero saber o te aseguro que te lo arrancaré del alma. Si ésto te ha dolido no querrás saber qué sentirás luego. Su nombre... y el lugar en el que se encuentra...



Lo agarraron de nuevo por el cabello. El joven apenas pudo distinguir lo que veían sus ojos, inflamados y anegados por un velo carmesí. Agotado, reunió las pocas fuerzas que le quedaban para hablar con un hilo de voz.



-N-no p-puedo...decirte donde e-está... porque realmente...n-no lo sé- dijo sin apenas hálito-. Tampo...co... puedo decirte... su nombre...porque lo de-desconozco...- sus labios temblaban al hablar y la sangre que le manaba de la nariz y la boca resbalaba por su mentón, cayendo a gotas sobre su sudorosa camisa. A sus oídos llegó el sonido de los nudillos del hombre al contraerse, listos para el siguiente golpe. Cogiendo aire con fuerza terminó diciendo:- Pero sé a quién... puedes...preguntarle.

-¿A quién?- quiso saber.

-A... la... tauren...- respondió el joven.


El mercenario miró al ensangrentado joven interrogativamente.


-¿Tan fuerte te he dado que ya se te ha nublado el juicio?- preguntó con sorna-. ¿Tauren? ¿De qué tauren estás hablando, pirado?


Una sonrisa asomó a los martirizados labios del joven y sus ojos grises miraron con intensidad a su captor.


-A la que está detrás tuyo, hijo de perra...



El embozado hombre se giró rápidamente, pero no lo suficiente como para ver la tremenda figura que se abalanzaba sobre él y le propinaba un zarpazo de fuerza inhumana. Sin poder hacer nada por evitarlo, el cuerpo del torturador recibió de lleno el impacto, estrellándose contra la pared. Entre las brumas de la inconsciencia, los ojos del hombre vieron a un enorme felino de color blanco y letales colmillos; de entre la enmarañada melena del animal surgían un par de cuernos. Con un espasmo de dolor bajó la vista, para ver, con horror, cómo se le escapaba la vida a través de las terribles heridas que cruzaban su pecho.



En una vorágine de garras y dientes, aquel imponente felino sesgó la vida de los otros dos hombres que apenas llegaron a ver aquello que los borraba de la faz de Azeroth.



Ensangrentado y jadeante, el felino miró al joven desde unos hermosos ojos azules. Su forma se desdibujó, dando paso a una silueta antropomórfica. Unas manos arrancaron las ataduras que laceraban las muñecas y las piernas de aquel debilitado hombre y unos poderosos brazos lo cargaron sobre un ancho hombro.



El joven notó como ascendían por unas angostas escaleras y salían al exterior. Estaba oscuro fuera, parecía ser ya noche cerrada y el aire seco y frío del desierto a esa hora golpeó su rostro, arrancando un gemido de sus labios.



-Debo sacarte cuanto antes de aquí- le dijo una grave voz-. Necesitas curación urgentemente, pero no puedo entretenerme o nos descubrirán. Deberás aguantar hasta que lleguemos a un lugar seguro.



Lo depositaron en el suelo. Aquellas manos inspeccionaban rápidamente el estado de sus heridas. El joven levantó la mirada y se encontró con el preocupado rostro de una tauren hembra de blanco pelaje. Los ojos de ella, azules como el cielo en verano, le miraban con ternura y evidente inquietud mientras acariciaba su oscuro y sucio cabello.


-¿Puedes montar?- le preguntó.

-Creo que sí... si me echas una mano.



La tauren lo ayudó a ponerse en pie para a continuación transformarse en un hermoso guepardo de gran tamaño. Se recostó sobre sus patas para que el joven pudiera subirse a su lomo, montando a horcajadas. Las manos del hombre se agarraron al suave pelaje de su cuello y las rodillas hicieron presión sobre sus costillas, indicando así que estaba listo para partir.



El felino se puso en pie despacio, para asegurarse que el hombre sobre ella estaba bien afianzado y se dispuso a correr hacia las cercanas fronteras de Vallefresno.



A los pocos minutos de haber empezado el viaje, el cuerpo del joven resbaló de su lomo y cayó al suelo cuan largo era. La tauren, volviendo a recuperar su forma original, se agachó para comprobar alarmada que había perdido la consciencia. Con rapidez sacó una cuerda de su bolsa y cargándose al hombre sobre sus anchas espaldas, pasó la cuerda a su alrededor, enrollándolo a él también y atándole de manos y pies por delante de su cintura. Rezando a la Gran Madre para que las improvisadas ataduras dieran resultado, volvió a tomar la forma del guepardo y echó a correr con el desmayado joven sujeto a ella.



Lograron alcanzar así los hermosos y frondosos bosques de Vallefresno, tan diferentes de la desértica zona del norte de Los Baldíos que acababan de cruzar. La áspera cuerda había lacerado su piel con el roce al correr, pero no le importaba, debían llegar a su guarida cuanto antes o aquel joven de oscuros cabellos moriría. No estaba dispuesta a permitir tal cosa.




Paró su carrera al llegar a un majestuoso árbol cuyo tronco era tan ancho como una casa. Tornando de nuevo a su forma tauren, desató la cuerda para depositar suavemente al hombre en el suelo. Con rapidez, pronunció una palabras mientras un brillo verdoso asomaba entre sus dedos. De la base del tronco asomó una rendija de luz con la misma tonalidad y, como si tuviera vida propia, la corteza de aquel bello árbol se retorció, dando paso a una puerta por la que entró con premura la tauren, llevando entre sus brazos el maltrecho cuerpo del joven. La puerta se cerró tras ellos como si nada hubiera perturbado las armoniosas formas de aquella gigantesca y milenaria secuoya.







Sus ojos se abrieron lentamente y miraron a su alrededor. Unas tenues luces mágicas, parecidas a los fuegos fatuos, iluminaban la espaciosa estancia en la que se encontraba. Las paredes de la sala estaban surcadas de los nudosos y retorcidos entresijos de la piel de los árboles. Una escalera de caracol a su izquierda, formada a partir del mismo material de las paredes, serpenteaba hacia el segundo nivel de aquel extraño lugar. Aspiró con fuerza, percibiendo los olores del bosque, y tomó conciencia de su propio espacio en aquella habitación.



Tumbado sobre un lecho de grandes dimensiones, se hallaba cubierto hasta la cintura por una cálida piel, suave como la gamuza. Sus heridas estaban parcialmente sanadas y al tocarse la nariz, descubrió que alguien había recolocado sus huesos aunque aún le dolía horrores. Un grueso y opresivo vendaje cruzaba su pecho; por el sordo dolor al respirar imaginó que le habían roto también alguna costilla.



-Me tranquiliza que hayas despertado- le dijo una voz profunda desde la oscuridad.



De una puerta al fondo de la sala surgió la alta figura de la tauren hembra. Ataviada con un sencillo vestido del color de la foresta, su dulce rostro lo observaba con cariño. En sus manos traía una bandeja con frutas, que depositó en una mesita al lado de su cama, para sentarse junto a él a continuación. Una enorme mano se alzó para apartar un rebelde y oscuro mechón de los ojos del joven, con el gesto que usaría una madre con su retoño.



-Iban a por ella...- susurró el joven mirando a la tauren con unos cálidos ojos grises-. Los informadores han llegado más lejos ésta vez y casi dan con su paradero. Si yo no hubiera hecho de señuelo...

-Te habrían matado de no haber aparecido yo- le reprendió-. Pusiste en riesgo tu vida...

-...como hizo ella con la suya para salvarme- dijo el joven, tajante. La tauren suspiró ante la evidencia irrefutable de ese hecho-. Defender a aquellos a los que quieres, proteger sus vidas aún a costa de la tuya. Tú me enseñaste eso- le dijo, con una sonrisa arrebatadora.

-Lección que aprendiste bien- le dijo ella, tomándole de la mano-. Pero imagino que sabes lo que se va a enfadar cuando se entere ¿no?. No creo que ella te salvara, proporcionándote de nuevo una vida, para que tú la expongas sin vacilación. Podías haberme avisado- le dijo, señalando un tatuaje con forma de hoja que lucía el joven en la parte interna del antebrazo.

-No tuve tiempo- susurró, con la voz quebrada-. Antes de darme cuenta, esos malnacidos me atraparon- aquellos ojos grises la miraron con intensidad-. Noté la reacción del tatuaje; sabía que vendrías- dijo, tumbando la cabeza en la almohada.


La tauren volvió a suspirar.


-Intenté inculcarte la paciencia y la disciplina propias de nuestra raza, pero de ella aprendiste la terquedad enana, sin duda alguna- le dijo, sonriéndole-. Descansa, anda. Luego podrás comer algo.



El joven suspiró y miró al techo, perdiéndose en los dolorosos recuerdos de esa noche.



-Querían su nombre- dijo de repente, sacando a la tauren de la labor que había comenzado-. ¿Recuerdas aquellos días?- le preguntó.

-¿Cómo voy a olvidarlos?- le contestó ella, risueña-. Pero ahora deberías descansar y no hablar...

-Debo hablar.- le dijo él, firme-. Porque quiero que conozcas la versión que salió de sus labios; la que me contó a mí...



Durante unos minutos calló, buscando en los legajos de su memoria. Tomando aire profundamente, con los ojos hacia el techo, mirando sin ver, comenzó a relatar la historia con una suave voz.







“La pareja de enanos avanzaba a duras penas por aquel infinito desierto blanco. El agua se les había acabado el día anterior y la comida sólo había dado para una exigua ración. Sus estómagos rugían y sus lenguas, que habían empezado ya a hincharse y amoratarse, clamaban por saciar su sed; pero en la basta inmensidad de aquel yermo salado sólo veían la blancura y, muy pronto, la muerte.



Habían evitado a toda costa el Circuito del Espejismo. Una chaladura propia del afán lucrativo del que hacían gala los goblins, que habían creado una pista de carreras en medio de aquel desolado lugar. Desde luego, espacio para poner a prueba sus extravagantes creaciones no les faltaba. Entre goblins y gnomos, uno se preguntaba si el objetivo de aquellas competiciones era saber qué vehículo era el más rápido o el más estrambótico. Una cosa era segura, chiflados o no, eran goblins y los enanos no dudaron de la rapidez con la que podían hacer circular las noticias entre ellos.



Estaban ya a una distancia segura de aquellas instalaciones pero aún les quedaba bastante para llegar a las Mil Agujas, donde otra basta y seca extensión de terreno les esperaba más llena de peligros que la anterior.



-Fuego, no es por ser pesimista...- le dijo el exhausto enano-. Pero para mí que no salimos de ésta.

-Prefiero que el sol seque y blanquee mis huesos porque ese sea mi destino, que colgar de una cuerda, pasto de los buitres- le contestó ella, casi sin fuerzas-. Y no me llames Fuego, ahora prefiero que me llames Cielo, o Lluvia o algo fresco...

-Bueno, “Océano”, al menos una cosa es segura- le comentó su compañero con una sonrisa en sus agrietados labios-. Quedaremos tan salados que ni los buitres que revolotean por aquí querrán saborearnos...


La enana rió, aunque más que risa, de su garganta brotó una tos quejumbrosa.


-Eres la leche, Arcturius...-le dijo-. Si tengo que morir, me alegro de hacerlo junto a alguien que se toma la vida con tan buen humor...

-Eso es... que me ves... con buenos ojos...



Uno cuántos pasos más adelante el enano se tambaleó y cayó al suelo, su compañera le siguió, derrumbados los dos por el agotamiento y la sed. Estaban justo en la frontera con las Mil Agujas.



Al rato una voz profunda rompió el relativo silencio del yermo, que era azotado por sibilantes rachas de viento.


-¡Napayshni ha encontrado algo!



La enana, aún consciente, no entendió aquellas palabras, pronunciadas en un idioma desconocido para ella. En ese momento vio, por el rabillo del ojo, una peluda forma que olisqueaba su reseco rostro. Una húmeda lengua pasó por su nariz; el animal parecía deleitarse con el saborcillo salado de aquella piel.



Otra figura, alta y oscura llegó corriendo hasta ellos y se agachó, para comprobar su estado. La enana intentó hablar, pero de su garganta sólo salió un gemido lastimero.



-¿Están vivos?- preguntó otra voz diferente.

-Sí, pero no creo que les quede mucho.

-Les llevaremos a Viento Libre- dijo la voz anterior, con determinación y ésta vez, en común.

-¿Estás loca? ¡Son enanos!- exclamó la otra, en la misma lengua-. No te dejarán entrar cargando con miembros de la Alianza sobre tus hombros.

-No son miembros de la Alianza. Para mí son seres vivos, y se están muriendo. Me da igual lo que diga el Consejo. Les atenderemos y luego los llevaremos a Mulgore- le dijo a su compañera- Sin rechistar, Índigo.



La enana había escuchado anteriormente voces como aquellas. Graves y profundas, su hablar tranquilo y cadencioso las identificaba entre las brumas de inconsciencia que nublaban su mente.



"Tauren. Son dos hembras tauren." -pensó para sí, reconociendo aquella ancestral y honorable raza. Con un suspiro, su tambaleante lucidez se desvaneció, sumiéndola en la oscuridad.



Se despertó en una acogedora cabaña que olía a hierbas aromáticas y lumbre recién encendida. Tumbada sobre un jergón de pieles en el suelo, la cabeza le daba vueltas y era presa de la confusión.



-Por fin despiertas- le dijo la familiar voz del enano, que estaba sentado a su lado con las piernas cruzadas y se disponía a morder una jugosa pieza de fruta-. Estamos a salvo entre éstas paredes, creo.


La enana estiró la mano para intentar coger aquella fruta que le hacía la boca agua y mermaba sus sentidos, aún más.


-No debes hacer eso todavía- le dijo la voz de una de las tauren que los había salvado, hablando en común con un marcado acento-. Acabas de despabilarte y sólo dejaré que bebas agua en pequeños sorbos, como he hecho cuando te desvelabas brevemente para luego desmayarte de nuevo. Como dice tu pequeño amigo, aquí estás a salvo.

-¿Cuánto tiempo...?- logró articular, no sin esfuerzo.

-Día y medio- contestó la tranquilizadora voz-. Tu amigo despertó a las pocas horas pero tú has tardado bastante más.



La enana levantó la vista para fijarse en su interlocutora. Ante ella se alzaba una imponente hembra tauren de color blanco. Un práctica vestimenta la cubría, consistente en unos pantalones fuertes y flexibles y un jubón de cuero marrones. Sus ojos, de un intenso color azul, la miraban con amabilidad. Su aspecto inspiraba sosiego y respeto. Se arrodilló junto a ella y la ayudó a incorporarse, poniendo un cuenco de agua fresca sobre sus labios.


-Despacio, o te hará daño- le explicó-. Sois muy fuertes. Nadie cruza el inmenso Desierto de Sal y sobrevive a ello sin los medios necesarios.

-¡Los enanos somos una raza ruda y resistente!- coreó el enano alegremente.

-...Y cabezota...- susurró la enana, cuando paró de beber. El comentario hizo reír a la tauren-. ¿Vas a entregarnos?- preguntó, de repente. La hembra tauren la miró inquisitiva.

-¿Entregaros? ¿A quién? ¿Y por qué?- quiso saber.

-A los goblins, o a la Horda, lo mismo da. Somos esclavos fugitivos... seguro que nuestras cabezas tienen precio- le dijo, con frialdad.

-¿Es ese tu miedo?- le preguntó.

-He visto mucho como para tener miedo. Creo que he aprendido a enmascararlo con indiferencia...

-Duras palabras para alguien que parece muy joven- le dijo la tauren-. Entonces déjame que te diga una cosa. Nuestra raza siente un gran respeto por los seres vivos. La Gran Madre es la única que guía y decide nuestros destinos- aquella tauren hablaba con una voz consoladora, capaz de disipar la angustia de sus corazones-. Las razas que se sirven de otros para medrar dentro de un mundo que no les pertenece no merecen pisar la tierra que la Gran Madre ha puesto bajo ellos, no importa cual sea su procedencia. En cuanto al tema de la Alianza o la Horda...- en ese punto hizo un alto-. Te diré cuál es mi opinión personal. Yo respeto a nuestro Gran Jefe, siento un reverencial respeto por nuestro Archidruida, por nuestros ancianos, por los espíritus de la tierra, los bosques y el agua. Respeto a nuestro Jefe de Guerra por lo que es: una persona sabia y tolerante que ha transformado a sus gentes, inculcándoles que la consideración por sus semejantes no significa deshonor ni cobardía. Las palabras “Horda” o “Alianza” no tienen un significado concreto en mi mente. Dentro de todo cuerpo late un corazón que puede ser noble o vil, valiente o cobarde, leal o traicionero...; los actos de las personas son los que conforman mi versión de la Horda y de la Alianza que para mí, vienen a ser lo mismo, al margen de la política y la burocracia escondidas tras esas palabras- posó una enorme mano en la anaranjada cabeza de la enana-. Espero que éste discurso te haya dado una respuesta.

-Mmm yo me atrevería a decir que sí- dijo el enano con una enorme sonrisa-. Por cierto, yo me llamo Arcturius y esa pasmada y boquiabierta enana de ahí es Fuego, o Cielo u Océano o... lo que a ella le apetezca que la llame.

-¿No tienes nombre?- le preguntó, a lo que la enana respondió con un gesto negativo de la cabeza-. Habrá que solucionar eso, entonces.





Pasaron los días, que dieron paso a las semanas y los enanos iban recuperando sus fuerzas. Animada, la enana pasaba largas horas en compañía de su sabia anfitriona mientras Arcturius hacía rabiar incesantemente a su fiel amiga, la joven tauren a la que había llamado Índigo. A Napayshni, el enorme lobo gris que acompañaba a la cazadora a todos lados, parecía caerle especialmente bien el enano.



-¿Qué es aquella enorme estructura?- le preguntó un día la enana a su nueva amiga, señalando lo que parecía ser una ciudad a lomos de una montaña.

-Es Cima del Trueno, nuestra capital.

-Es impresionante- le confesó-. ¿Por qué vives tan apartada, entonces?- quiso saber, después de haber comprobado que la humilde cabaña en la que vivían estaba bastante lejos de allí.

-Porque a los druidas nos gusta estar en contacto con la naturaleza- le explicó-. Me siento mucho mejor sin el ajetreo de una ciudad, a pesar de que mi gente es muy sosegada en sus costumbres.

-¿Druida? ¿Así que eso es lo que eres?- quiso saber, con un matiz de sorpresa en la voz-. Nunca he visto a ninguno de los tuyos. Con razón te pasas el día cogiendo hierbas...- la tauren rió con ganas ya que estaba agachada, haciendo precisamente eso.

-No es eso lo único que hacemos, pequeña- la enana sonrió de oreja a oreja ante la respuesta.

-No importa, me gustan las plantas y las flores.

-¿Quieres que te enseñe a usarlas?- le preguntó a lo que ella contestó con una mirada brillante, fascinada-. Puedo enseñarte a identificarlas y usarlas para el bien, o para el mal...

-¿Mal? ¿Acaso pueden dañar?- le preguntó, acariciando los pétalos de una hermosa flor morada.

-Esa flor que disfruta con tus caricias...- empezó a decirle la tauren-. Es muy bella ¿verdad?- la enana asintió-. Al contacto es suave... pero desde sus raíces,
pasando por el tallo, las hojas y los pétalos, todo es venenoso. Preparada debidamente, la totalidad de esa hermosa y, aparentemente inofensiva flor, es extremadamente letal- la enana pegó un brinco y soltó la flor, asombrada ante la revelación de su naturaleza-. No te dejes engañar por las apariencias, las criaturas de la Gran Madre pueden ser exuberantes y espléndidas, pero también pueden anidar oscuridad en su interior.

-Se parece a mí...- susurró distraída la enana, sin dejar de mirar aquella flor. La tauren miró su rostro y supo que tenía razón. Bajo aquella aparente fragilidad se escondía un secreto que sólo ella parecía conocer y, a pesar de tener un corazón puro, el destino la había desviado hacia un camino colmado de tinieblas-. ¿Cómo se llama?- quiso saber.

-Eléboro- le contestó su amiga-. Esa es la variedad de Eléboro Negro, pero hay muchas otras, igualmente bellas y mortales.

-Eléboro...- susurró la enana, más para sí misma que para su compañera.



La tauren sonrió con tristeza. En el fondo de su corazón sabía que lo que le pudiera enseñar podría ser usado para fines poco éticos a ojos de un druida, pero tenía fe en que algún día, aquella incipiente oscuridad diera paso a la luz, sin haber devorado su esencia en el camino. La Gran Madre guardaba para sí los designios que daban forma a las líneas del destino de cada uno y sólo ella podía saber lo que tenía preparado para aquella pequeña criatura.



Al volver a la cabaña, fueron recibidas por un risueño enano que sujetaba entre sus manos una especie de jubón mal cosido.



-Fuego, mira lo que me ha enseñado a hacer Índigo. Muy bonito no es pero con el tiempo...- la enana se acercó y acarició distraída el cuero, no parecía estar entre los presentes.

-No te ha quedado tan mal- le dijo, dándole una palmada en el hombro-. ¿Me enseñarás a mí también?- le preguntó a la cazadora, que asintió con la cabeza-. Por cierto Arcturius... deja de llamarme Fuego- el enano enarcó una ceja, interrogante-. Tengo un nuevo nombre...

-¿Ah, sí? ¿Y cual es?

-Eléboro...- respondió con una voz carente de sentimientos que erizó los pelos del enano.




Las semanas dieron paso a los meses y su nueva instructora enseñó a la enana todo lo que sabía sobre las plantas y sus usos, pero con amargura constató que tenía una habilidad innata para manipular todas aquellas que pudieran usarse para emponzoñar cuerpos, mentes y objetos. Con destreza aprendió a controlar las cantidades que convertían una sustancia beneficiosa, en una letal.





-Debo irme- le dijo un día la enana, mientras paseaban en busca de nuevos componentes. La tauren sonrió con tristeza ante la revelación.

-Hace tiempo que sé que quieres irte...

-No me malinterpretes, amiga mía- le dijo, muy seria-. Deseo quedarme, pero si lo hago, algún día me encontrarán y me gustaría que éste lugar siguiera siendo el remanso de paz que es, donde nada perturbe su sosiego. Donde alguien, con más fortuna que yo, pueda disfrutar de tus lecciones y tu compañía sin temor a lo que pueda esconderse tras su espalda...



Las lágrimas asomaron a los ojos de la enana de anaranjado cabello. La tauren abrió los brazos y aquella pequeña figura se acurrucó entre ellos.


-Jamás te olvidaré, mi Pequeña Flor Venenosa...”








El joven cesó su relato y miró a su alrededor; aparentemente estaba sólo. En algún momento de la historia, perdido entre sus propios recuerdos, no se percató del movimiento de la tauren; pero ésta no se había marchado. Estaba sentada en la escalera de caracol y escuchaba atentamente, ocultando su figura.




De repente, una silueta surgió de la oscuridad de la entrada a la sala, acercándose hasta él a grandes zancadas. Todo lo grandes que le permitían sus pequeñas piernas. Sin reparar en la figura de la escalera, llegó hasta el joven seguida por una elfa nocturna vestida con los ropajes que la identificaban como miembro del Círculo Cenarión, que se disculpaba débilmente ante la dueña de la casa. Con un gesto de la mano, la tauren le quitó importancia y le indicó que debían quedarse a solas.




-¡No vuelvas a hacer eso jamás!- le gritó la enfurecida enana de cabello color naranja-. ¿Me oyes? ¡Jamás!- siguió-. ¡No salvé tu vida para que la pongas en peligro! ¡No me importa si me encuentran de una vez! ¡Ya bastantes veces pongo en riesgo tu seguridad cada vez que alguno de esos babosos viene a por mí!

-Eléboro...- susurró el joven, asombrado ante tal estallido de ira.

-¡¡No soportaría perderte!!- bramó, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas. De un salto se arrojó a la cama y cubrió las manos de él entre las suyas. El joven de pelo oscuro y profundos ojos grises tragaba saliva a duras penas, embargado por la emoción.


-Nunca vuelvas a hacer de cebo, nunca vuelvas a asustarme así, mi pequeño y díscolo niño...- el hombre la cubrió con sus brazos.

-Lo... lo siento...- le susurró, dándole un beso en la coronilla.

-Lo avisé de que te enfadarías, pero nunca me hace caso- le dijo una suave voz a sus espaldas-. Deja que se recupere un poco antes de reprenderlo como se merece. Al fin y al cabo, nosotras le enseñamos a comportarse así. No volverá a hacerlo. Se ceñirá a su papel de desviar las atenciones de tus enemigos sin imprudencias-. La enana se separó un poco del joven para mirar a los ojos, azules como el cielo en verano, de aquella tauren a la que no había prestado atención hasta ese momento, nerviosa y asustada como estaba.


-Hola mi Pequeña Flor Venenosa...- le dijo la tauren agachándose con los brazos abiertos. La enana se arrojó contra ellos, estrechándola con fuerza en un tierno abrazo.

-Tirma...